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LA TERCERA

Red eléctrica y reindustrialización

«Durante años, España no ha reforzado sus redes de transporte y distribución al ritmo que requería la nueva demanda de electrificación inherente a la transición energética. Sin una planificación ágil y previsora, las ampliaciones de la red se hacen tarde y mal, dejando a las industrias esperando en el andén eléctrico»

La Tercera de ABC

NIETO

Miguel Marín

España dispone de un patrimonio energético natural envidiable: uno de los niveles de radiación solar más altos de Europa y un formidable recurso eólico, a lo que se suman amplias extensiones de suelo disponible y notables recursos hídricos. Estos factores ofrecen al país una oportunidad histórica para impulsar su tejido industrial apalancándose en las energías renovables. No es retórica vacía: gracias a sol, viento y agua, España podría garantizarse una autonomía estratégica en energía limpia, reforzar su modelo económico, mejorar la competitividad de su industria, atraer industrias foráneas y avanzar decididamente en la reindustrialización verde y digital que marcan los tiempos.

No es un tema menor. La industria genera comparativamente empleo estable y bien remunerado, muy por encima de la media de otros sectores. Estos puestos de trabajo suelen ser de mayor cualificación y duración, creando carreras profesionales de largo plazo en contraste con la precariedad que a menudo domina en otros ámbitos económicos y que es tan común en nuestro modelo productivo. Además, la actividad industrial actúa como semilla de cohesión territorial: una fábrica no se deslocaliza de la noche a la mañana y tiende puentes entre el desarrollo urbano y el rural, fijando población en zonas hoy amenazadas por el declive demográfico. Por si fuera poco, la industria tiene un efecto arrastre en la economía: crea cadenas de suministro locales, demanda servicios, promueve innovación y eleva la productividad, generando riqueza más allá de sus propios empleados. Todo esto es justo lo que nos falta ahora.

No es casualidad, por tanto, que todas las fuerzas políticas coincidan en su discurso en la necesidad de reindustrializar España y aprovechar la transición energética para impulsar nuestro aparato productivo. Y esto no es de ahora. Llevamos décadas con la misma cantinela política. Sin embargo, existe una distancia abismal entre las palabras y los hechos.

Basta con examinar el panorama actual para ver la contradicción. Las industrias que quieren crecer o nuevas empresas que pretenden instalarse en España chocan con trabas considerables para acceder a la electricidad renovable barata que teóricamente abunda. Los problemas son estructurales: falta de capacidad de acceso a la red eléctrica, burocracia lenta y engorrosa, y carencia de planificación en la expansión de las infraestructuras de red. Los datos son elocuentes. En 2024, la industria solicitó conexiones a la red de distribución por un volumen total de 67 gigavatios, una cifra extraordinaria; pero solo 6 GW obtuvieron acceso efectivo. Esto significa que más del 90 por ciento de las peticiones industriales fueron denegadas o siguen pendientes, ahogadas por un sistema incapaz de darles curso. En otras palabras, nuestras políticas sobre redes eléctricas no están a la altura de las ambiciones industriales ni climáticas que España pregona. Esta carencia de infraestructuras golpea doblemente. Por un lado, limita a la industria ya instalada, que ve frenados sus planes de electrificar procesos o ampliar producción por falta de potencia disponible. Por otro, disuade la llegada de nueva industria extranjera, esa que se invita en los foros internacionales. Lo que debería ser una ventaja país se transforma en frustración y oportunidad perdida.

La raíz de este problema es un marco regulatorio que limita y no incentiva adecuadamente la inversión en redes. Durante años, España no ha reforzado sus redes de transporte y distribución al ritmo que requería la nueva demanda de electrificación inherente a la transición energética. Sin una planificación ágil y previsora, las ampliaciones de la red se hacen tarde y mal, dejando a las industrias literalmente esperando en el andén eléctrico. A esto se añade la existencia de límites legales estrictos a la inversión anual en redes, topes que incomprensiblemente frenan a las propias compañías eléctricas dispuestas a invertir.

En este contexto crítico, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) se dispone a tomar una decisión clave: fijar la nueva tasa de retribución financiera para las inversiones en redes eléctricas en el periodo 2026-2031. Dicha tasa define el retorno económico regulado que recibirán las compañías por desplegar y actualizar las redes, y por tanto condiciona directamente cuánto capital estarán dispuestas a invertir en estas infraestructuras vitales. Hasta donde se sabe, hermetismo mediante, el regulador planea autorizar un retorno significativamente inferior al que expertos nacionales e internacionales y compañías consideran necesario para desatar la inversión en redes.

Actualmente nuestra tasa ya es de las más bajas de Europa. En Italia, por ejemplo, los retornos son un punto y medio superiores a los de aquí, con incentivos adicionales a la eficiencia que elevan aún más el retorno efectivo. En Alemania, están revisando al alza sus marcos retributivos a la luz del encarecimiento global del capital y la inflación persistente. Francia, en los últimos años, duplica la inversión en redes que estamos haciendo aquí. España, en cambio, amenaza con quedarse rezagada ofreciendo a los inversores de infraestructuras un premio exiguo. Una rentabilidad regulada insuficiente en pleno cambio de paradigma energético equivale a echar el freno de mano cuando más habría que pisar el acelerador. El resultado previsible, si esta orientación no se corrige, es un retraso aún mayor en las inversiones, un endurecimiento de los cuellos de botella en el acceso a la electricidad y, en última instancia, una oportunidad de país malograda.

España da muestras, una vez más, de miopía estratégica en la gestión de sus asuntos estructurales. La historia reciente ofrece ejemplos de cómo las oportunidades perdidas o la falta de planificación nos pasan factura. Cada crisis, la de 2008, la pandemia, la guerra de Ucrania nos ha pillado con el pie cambiado, improvisando soluciones de urgencia en lugar de haber anticipado con visión de Estado. Episodios dramáticos como el gran apagón del 28 de abril demuestran crudamente la fragilidad de nuestro sistema y el coste de no planificar e invertir a tiempo en infraestructuras críticas.

Ahora estamos ante una encrucijada similar. La decisión sobre la tasa de retribución de las redes no es un tecnicismo menor, es un barómetro de nuestra voluntad de anclar un proyecto estratégico de nación. La reindustrialización de España pende de un hilo regulatorio. España se juega mucho más que unos puntos porcentuales de rentabilidad financiera. Se juega el poder subirse al tren de la nueva revolución industrial o quedarse en la estación viendo cómo pasan de largo las inversiones hacia destinos más previsores. Aún estamos a tiempo de rectificar el rumbo: ajustar la retribución de las redes a niveles europeos, planificar con rigor las infraestructuras con la vista puesta en 2030 y más allá, y derribar las barreras administrativas que hoy frenan proyectos industriales y energéticos. De ello depende que esa «oportunidad única» de país de la que tanto alardeamos no se esfume entre debates estériles y decisiones cortoplacistas. Porque las naciones que prosperan son aquellas que, cuando la historia les brinda una ocasión, saben aprovecharla con audacia y altura de miras. Las que entienden que el éxito del futuro no se regala, hay que ganárselo. España no debería conformarse con menos. El regulador, la CNMC, debería estar a la altura.

SOBRE EL AUTOR
Miguel Marín

es economista

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