LA TERCERA
Atasco en la red eléctrica y gobernanza
España dispone de los recursos, del talento y de la tecnología para liderar este cambio, pero le falta que quienes definen la política energética y quienes tienen que invertir asumiendo el riesgo remen en la misma dirección
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Miguel Marín
Hasta ahora, todas las críticas sobre el abrupto proceso de transición energética se concentraban en el Gobierno y en su enfoque voluntarista –casi naif– basado sólo en objetivos y con medidas improvisadas, ideologizadas y fracasadas. Ahora, las contradicciones entre la Comisión Nacional de ... los Mercados y la Competencia (CNMC) y el Ministerio para la Transición Ecológica demuestran con nitidez que los problemas de gobernanza traspasan las fronteras del ministerio.
Antes de nada, pongamos datos para afinar el contexto. Hasta un 83,4 por ciento de los nudos de distribución eléctrica están hoy saturados. Esto ha llevado a rechazar más de 100 GW de solicitudes de conexión en los últimos años por falta de capacidad. En román paladino, las industrias a las que les pedimos que se electrifiquen o las que queremos que vengan de fuera atraídas por nuestra energía más barata no tienen donde enchufarse. Igual para las nuevas viviendas que tenemos que construir para solventar el enorme déficit e igual para los coches eléctricos llamados a sustituir a los de combustión. El Pniec, el plan del Gobierno, cifra las necesidades de inversión para cumplir con sus objetivos en 53.000 millones de aquí a 2030, esto es, triplicar el ritmo actual. Inversiones que tienen que realizar empresas privadas que tienen accionistas a los que retribuir y, por supuesto, otros destinos a los que enviar sus inversiones si los retornos son mayores de los que obtienen en España.
El Gobierno ha presentado un real decreto que, con algunas carencias, va en la buena dirección: pretende incrementar en un 62 por ciento las inversiones en redes eléctricas para atender la demanda industrial, de nueva vivienda y del transporte eléctrico. Se reconoce, al fin, que sin redes no hay electrificación, y sin electrificación no hay ni transición ecológica ni reindustrialización posibles. Sin embargo, en paralelo, la CNMC propone una nueva metodología de retribución a las inversiones que tienen que realizar las empresas que apunta justo en sentido contrario. La CNMC sigue sin sintonizar con las necesidades reales: reduce los incentivos a invertir, recorta los recursos operativos de las distribuidoras, genera un nivel de incertidumbre que, en la práctica, penaliza la inversión cuando más se necesita y pone en riesgo que la industria pueda enchufarse a la red al establecer una retribución en función de la potencia contratada muy poco atractiva. Sólo se conectarán los que tengan suerte de necesitar inversiones baratas.
Pero el debate no es técnico sino de visión. Las redes no son un lujo sino el sistema circulatorio de la economía eléctrica y si se estrangula la inversión, el cuerpo productivo se asfixia. ¿Queremos un sistema que invierta por anticipado, preparándose para el futuro, o uno que sólo actúe cuando el cuello de botella ya es insoportable? La CNMC parece optar por lo segundo, con un modelo que sólo remunera plenamente las inversiones después de que la demanda haya colapsado la capacidad existente. Es como si decidiéramos invertir en defensa una vez que la guerra ha comenzado. Cierto es que en el segundo de los proyectos presentado abre algo la mano con estas inversiones, pero con la boca pequeña pues mantiene parámetros técnicos que las hace inviables. La filosofía de la CNMC se apoya en la discutible premisa de que su función es proteger al consumidor y evitar subidas de tarifa derivadas de más inversión. Es una preocupación legítima, pero desproporcionada.
Primero, porque unas redes más amplias y modernas benefician al consumidor, no lo perjudican. Cuantas más industrias, viviendas o vehículos eléctricos se conecten, más usuarios contribuyen a sufragar el coste del sistema eléctrico, lo que reduce el peso por cada factura. Segundo, porque las industrias también son consumidoras. Y lo mismo podría decirse los consumidores particulares que no acceden a viviendas por falta de conexión a la red. Cuando la CNMC dificulta las inversiones necesarias para darles acceso a la red, está perjudicando a consumidores, actuales y potenciales. Tercero, porque el consumidor no es sólo un recibo eléctrico. Es también un ciudadano que valora la calidad del servicio, la estabilidad del suministro y el bienestar del país en su conjunto. Un apagón de luz, una falta de capacidad para enchufar un vehículo en un viaje o un retraso en la conexión de una fábrica tienen un coste económico y social muy superior al ahorro marginal que pretende lograr el regulador. Y, por último, porque seguramente también está en el interés del consumidor vivir en un país que crece, crea empleo y reduce su dependencia energética, no uno que paraliza inversiones estratégicas por miedo a unas décimas en la tarifa. Defender al consumidor sin defender la economía que le da sustento es una contradicción. Invertir en la red es invertir en el consumidor. La competitividad que ansiamos para mañana con la transición energética no la lograremos si no somos competitivos hoy atrayendo el capital necesario.
El nuevo modelo propuesto por la CNMC, llamado Totex, pretende controlar los costes totales del sistema introduciendo fórmulas teóricas de eficiencia sin valorar los retornos sociales futuros de las inversiones. A eso se suma un recorte drástico de los gastos de operación y mantenimiento que deben afrontar las empresas distribuidoras calculados con datos de hace varios años y sin ajustar por la inflación ni por las nuevas funciones que hoy deben asumir (digitalización, ciberseguridad, integración de autoconsumo, gestión de puntos de recarga, por no hablar de apagones y danas). A todo ello se suma que, salvo cambio inesperado, la tasa que retribuirá las nuevas inversiones tampoco ayudará a que España gane competitividad sino todo lo contrario, con un valor (6,46 por ciento) muy alejado del de los países de nuestro entorno. Este enfoque podría haber sido válido para otras épocas, pero hoy equivale a debilitar el músculo operativo del sistema y crear un entorno en el que las inversiones dejan de tener sentido económico. Es una regulación pensada para un sistema estático, no para un país inmerso en la principal transformación estructural operada en décadas, como es la transición energética.
España tiene ante sí un potencial energético e industrial excepcional. Pero su gobernanza actual amenaza con convertir esa ventaja en un espejismo. Este cortocircuito institucional rompe la coherencia del Estado y proyecta incertidumbre al conjunto del sector. Lo que está en juego es la capacidad de reindustrializarse, de generar empleo de calidad y garantizar seguridad energética en las próximas décadas. La CNMC debe resetear completamente su enfoque. No se trata de renunciar a su independencia, sino de entender que regular no es frenar, sino orientar e incentivar. La independencia regulatoria no es un fin en sí mismo, sino un medio para servir al interés general. Y hoy el interés general exige inversión, planificación y visión estratégica.
España dispone de los recursos, del talento y de la tecnología para liderar este cambio, pero le falta que quienes diseñan la regulación, quienes definen la política energética y quienes tienen que invertir asumiendo el riesgo remen en la misma dirección. La CNMC tiene ahora la oportunidad de corregir el rumbo. Si lo hace, España podrá avanzar hacia un modelo energético fuerte, competitivo y sostenible. Si no, seguiremos atrapados en la paradoja de un país que presume de sol y viento, pero se queda a oscuras en su propio laberinto regulatorio.
Es economista
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