LA TERCERA
Por una escuela de España en Atenas
«La Escuela Española de Estudios Helénicos sería una institución al servicio de un interés general de un modo palmario, y además a un coste mínimo en comparación con la magnitud de su retorno»
¿Nacerá muerta la amnistía?
Necesidad de una poética cívica
Miguel Herrero de Jáuregui
El visitante que hoy sube hacia la Acrópolis de Atenas encuentra, junto a los majestuosos propíleos, una inscripción reciente que rememora las palabras que Pedro IV de Aragón dictaba el 11 de septiembre de 1380: «La más preciada joya que haya en el mundo, ... tal que apenas entre todos los reyes cristianos podrían construir otro igual». El rey de Aragón era entonces también Duque de Atenas y Neopatria (títulos hoy del Rey de España), y ordenó a su tesorero que pagara el salario de los doce soldados que enviaba para proteger la Acrópolis: «Deben ser ballesteros, hombres de bien, que estén bien armados y aparejados». Accedía así a la petición del obispo de Mégara, cuya descripción de las maravillas atenienses había hecho mella en un rey cultivado y protector de las bellas artes en el albor del Renacimiento. Aquel gesto del rey de Aragón en defensa de los monumentos de la Acrópolis sigue honrando a España en el corazón, no ya de Grecia sola, sino del mundo entero.
Los sucesores de aquellos ballesteros aragoneses son hoy las docenas de arqueólogos, epigrafistas, historiadores y filólogos españoles que investigan en Grecia con muy notables resultados. Pero lejos de estar bien armados y aparejados desde aquí, deben trabajar bajo el patronazgo de alguna de las diecinueve instituciones extranjeras que tienen autorización para excavar, entre las que falta, clamorosamente, la de España. La legislación griega solo permite excavar a las escuelas oficiales de arqueología, y además de las más señeras, como la americana, alemana, inglesa o francesa, bastantes otros países como Finlandia, Holanda, Georgia o Australia tienen desde hace años su propia sede para hacerlo. Rumanía y Polonia han inaugurado hace poco sus propias escuelas de estudios helénicos. Pero la de España no existe. Y el renombre de los hallazgos de los investigadores españoles, financiados desde aquí, se lo llevan las instituciones extranjeras que los acogen.
Hace un siglo, desde que lo propuso José Ramón Mélida en 1922, que la arqueología española reclama la creación de una escuela propia en Atenas. Hasta ahora sin éxito, mientras que otros países con menor relación con Grecia sí han puesto el interés que aquí ha faltado. Pero cabe la esperanza, porque, al menos en lo que respecta a los recursos necesarios, la aspiración de tantas décadas no está lejos de poder cumplirse. Gracias al apoyo de la Embajada en Grecia y el Instituto Cervantes en Atenas, hay un edificio comprado y renovado en su momento, en la céntrica calle Erechthiou, junto a la Acrópolis, preparado para acoger la Escuela Española de Estudios Helénicos. El problema más costoso, la sede física, está ya resuelto, y el resto es poco y fácil de afrontar si se apuesta con decisión por alumbrar la tan deseada escuela. Los obstáculos reales no son presupuestarios o normativos, sino falta de iniciativa sostenida para culminar el proyecto. En los últimos meses, una propuesta conjunta de varias universidades españolas, apoyada por múltiples estudiosos de reconocido prestigio en diversas disciplinas, por la Sociedad Española de Estudios Clásicos y por la Sociedad Española de Bizantinística, pretende retomar el proyecto y darle el último empujón ante los ministerios competentes –Exteriores, Cultura, Universidades– para conseguir que una institución anhelada y preparada durante tanto tiempo se haga realidad.
«¡Cómo!», se indignará alguno. «¡Ya están los académicos montando un chiringuito, para pagarse unas vacaciones a costa del erario público!». Como tantas veces ocurre, nada más lejos de la realidad que la perspectiva cínica de la vida. La Escuela Española de Estudios Helénicos sería una institución al servicio de un interés general de un modo palmario, y además a un coste mínimo en comparación con la magnitud de su retorno. Decirlo en términos griegos parece apropiado al caso: la diferencia entre institución y chiringuito (esa gran contribución de nuestros tiempos al léxico político clásico) es la misma que entre monarquía y tiranía, aristocracia y oligarquía, 'politeia' y oclocracia. Los regímenes legítimos (y las instituciones) sirven al interés general, y los depravados (o achiringuitados) al particular de los gobernantes. Cualquiera que haya participado de una expedición arqueológica sabe el inmenso trabajo físico e intelectual que conlleva, y las horas de estudio y excavación superan con mucho a las jornadas laborales que figuran en cualquier papel. Da apuro insistir en lo obvio, pero es claro que lo que encuentran los investigadores no les enriquece a ellos, sino a todos: a los griegos, a los españoles, a los europeos, a la humanidad entera.
Los doce ballesteros enviados por el rey de Aragón a proteger la Acrópolis cumplían una misión secular que trascendía cualquier posible ambición particular en ir a Atenas. Que sigamos recordándolos muestra lo que más perdura en la historia, frente a lo que el cinismo prevería: los gobiernos, los regímenes, incluso los Estados, van y vienen, suben y bajan según los vaivenes de la fortuna geopolítica a lo largo de los siglos, pero los gestos de amistad y de grandeza permanecen en la memoria de los pueblos para siempre. Esa amistad entre los pueblos es la razón última de la hermandad europea, y el mejor símbolo de esta aspiración es el poema –tan griego, tan clásico– de Schiller que inspiró la 'Novena' de Beethoven, no en vano escogida como el himno de la Unión: «Alegría, hermoso destello de los dioses, Hija del Elíseo,/ entramos ebrios de fuego en tu santuario celestial./ Tu magia vuelve a unir/ lo que la costumbre violenta separó./ Todos los hombres serán hermanos/ allá donde se pose tu suave ala».
Como bien sabían los antiguos griegos, la amistad, fruto de la grandeza de ánimo, es desinteresada y gratuita, y se manifiesta sin esperar nada a cambio, pero a la larga es siempre recíproca y beneficia a todos en alegría compartida. Estrabón en su 'Geografía' (1,1,4) interpretaba a Homero a nuestro favor: «Mostró la felicidad de los hombres de Occidente y la templanza del ambiente, conocedor, según parece, de la riqueza ibérica, por la que Heracles emprendió su expedición, y luego los fenicios, que crearon un gran imperio, y finalmente los romanos; pues aquí están los soplos del Céfiro, y aquí también coloca el Campo Elíseo donde Menelao fue conducido por los dioses». Es hora de corresponder al viejo geógrafo que nos atribuía sin dudar la bienaventuranza divina. Los vientos del oeste son propicios. Ya suena el soplo del Céfiro, y se apresta ya a emprender su vuelo la Hija del Elíseo, para posarse en su más celeste santuario. Ojalá el destello de los dioses brille una vez más en Atenas, desde España, al servicio alegre de una causa universal.
es catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid
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