la tercera
La espera vigilante
La castración y mutilación de miles de niños y jóvenes empieza a ser vista en todo el mundo como el escándalo médico más grande de nuestro tiempo
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Hace casi tres años, ocho madres aquejadas de un problema común nos pusimos en contacto a través de las redes. Nuestras hijas e hijos se habían declarado 'trans' repentinamente, sin haber mostrado anteriormente ninguna disconformidad con su sexo biológico. Tenían perfiles similares: jóvenes vulnerables, ... con altas capacidades, dificultades de socialización, excesivo consumo de internet… Estos problemas se habían agravado con la pandemia, y en algunos casos iban acompañados de diagnósticos psiquiátricos como autismo, depresión o TDAH. Así nació Amanda, en octubre de 2021. Las ocho familias pronto se convirtieron en cientos de toda España, con casos extraordinariamente parecidos, cuyas historias se repetían una y otra vez.
Nuestras hijas e hijos tenían algo más escalofriante en común: todos reclamaban la transición social y la medicalización inmediata de su «incongruencia de género» como única solución a su repentino malestar. Testosterona, estrógenos, bloqueadores, cirugía. Era eso o el suicidio, nos decían en cartas manuscritas increíblemente similares. Aturdidas por la angustia, consultábamos a los profesionales, y, como en una película de terror, médicos, psicólogos y profesores contestaban al unísono: «tienes que hacer un duelo», «hazte a la idea de que tu hija ha muerto y ahora tienes un hijo», «hay que hormonarle o se suicidará»...
Parecería evidente que, por muy progresista que uno sea –y las madres de Amanda lo somos mucho– hace falta algo más que arco iris y unicornios para que una madre celebre la repentina mutación de sexo de sus hijos, especialmente cuando precisa acompañarse de la castración química de su hijo o de la mutilación de los pechos de su hija. Pero ante semejante consenso profesional y para no pecar de tránsfobas, muchas intentamos aceptar la situación y educarnos. Leímos decenas de artículos médicos, buscando la explicación a que nuestros hijos hubieran nacido con cerebros, almas o quién sabe qué esencia masculina o femenina en un cuerpo contrario e incongruente con su sentir y debieran obligatoriamente someterse a esos brutales tratamientos médicos como única solución a semejante fatalidad.
Para nuestra perplejidad, lo que encontramos fue exactamente lo contrario. No cabría en este artículo toda la aplastante evidencia científica que refutaba radicalmente el pensamiento monolítico que desplegaban los profesionales. Que la epidemia de casos de disforia de género de inicio rápido era un fenómeno mundial en Occidente, avivado por un contagio social a través de las redes. Que no existe evidencia suficiente de que el tratamiento hormonal tenga resultados positivos. Que, hasta hace no tantos años, la ciencia recomendaba la espera vigilante en estos casos, ya que la gran mayoría desisten después de la adolescencia y muchos de ellos crecen como adultos homosexuales, felices y sanos. Que, al contrario de lo que se nos repite, el índice de suicidios entre las personas que sufren disforia de género y 'transicionan' médicamente es mucho mayor que entre los que no lo hacen. Que la transición médica aumenta la mortalidad por todas las causas en un 80 por ciento tras la hormonación y en un 300 tras la cirugía, y los medicamentos, que se usan de forma experimental, tienen terribles efectos secundarios irreversibles sobre la salud.
Armadas con este conocimiento decidimos aplicar el método tradicional de la espera vigilante. Paciencia, cariño y escucha, alejamiento de las redes y terapia para explorar malestares previos –con la ayuda de unas pocas psicólogas valientes– demostraron que efectivamente el sufrimiento de nuestras hijas e hijos ocultaba otros problemas que necesitaban ser abordados. Muchos han sido diagnosticados de autismo –disimulado por sus altas capacidades– y de otras enfermedades psiquiátricas; algunos sufrían traumas derivados de acoso escolar, abusos sexuales o incluso violencia en el ámbito familiar. Además, en un momento difícil como es la adolescencia, todos se sentían a disgusto con los cambios de su cuerpo y con los rígidos roles de género que imperan en las redes sociales, y buscaban en el cambio de sexo la forma de convertirse en otra persona y dejar atrás aquello que les angustiaba.
Por suerte no estábamos solas: Amanda está integrada en Genspect, una organización de familias y profesionales de todo el mundo, que, como nosotras, piden prudencia con esta cohorte de 'nuevos trans'. Algunos países de nuestro entorno como Finlandia, Suecia, Francia, Noruega o Reino Unido ya han revisado sus protocolos y recomiendan el tratamiento psicoterapéutico como la opción de primera línea, al constatar la realidad del contagio social y la baja calidad científica que apoya el modelo afirmativo de género. Entonces, ¿cómo es posible que frente a toda esta evidencia científica y a pesar de la brutalidad e irreversibilidad de los tratamientos se defienda aún la medicalización de menores? Empujada por el dinero y camuflada dentro de la defensa de los derechos LGTB, la ideología 'queer' se ha infiltrado en las redes, en los colegios, en los despachos y en los hospitales. Y es que, sin contar la medicación, que los pacientes precisan de por vida, sólo la cirugía 'trans' movió más de 2 billones de dólares en EE.UU. en 2022.
En estos casi tres años hemos salvado a muchas niñas, niños y adolescentes. De los más de 800 casos que han pasado por Amanda, una gran mayoría ha desistido y han retomado sus vidas felices y sanos, muchos de ellos como jóvenes lesbianas y chicos gay. Por desgracia, seguimos recibiendo nuevas familias cada día. Y, entre todas, hay unas treinta cuyas vidas no volverán a ser las mismas: jóvenes vulnerables, casi todos autistas, algunos con trastornos añadidos graves como enfermedad bipolar, psicosis, tumores... que al cumplir los 18 años han sido medicalizados, casi siempre en la primera consulta, en cualquier lugar de España, a pesar de la lucha de sus madres y padres. El sufrimiento de estas familias, que tienen que ver cómo les crecen los pechos a sus hijos, cómo les cambia la voz y les sale barba a sus hijas, y, en los casos más dramáticos, cómo se someten a cirugías, es difícil de entender si no se ha vivido. Madres y padres desesperados, que ven los cuerpos y las vidas de sus hijos dañados por siempre por una ideología homófoba, cuyo objetivo es crear clientes vitalicios para la industria médica y farmacéutica.
La castración y mutilación de miles de niños y jóvenes empieza a ser vista en todo el mundo como el escándalo médico más grande de nuestro tiempo. Mientras, cientos de 'transicionadores' intentan despertar de una pesadilla que les ha dejado daños irreversibles. Este año empezaremos a ver sentencias de los juicios en EE.UU., que prometen ser ejemplares. Aquí en España algunos ya han presentado denuncias con nuestra ayuda.
La reforma de la ley de Madrid, en la que hemos estado directamente implicadas, pedía algo tan razonable como que los menores con patologías psiquiátricas y psicológicas previas pudiesen ser evaluados antes de comenzar tratamientos de hormonación irreversibles, algo que está recogido en todos los protocolos médicos internacionales. Sin embargo, esta modificación ha sido tachada de inconstitucional por el Gobierno, y antes por el Defensor del Pueblo. El colapso de la ideología afirmativa es ya una realidad mundial. Entretanto, en España, esta crisis tiene nombres y apellidos de vidas destrozadas: las de las hijas e hijos de Amanda y las de sus madres y padres.
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