La Tercera
Tenemos que democratizar la IA
Cada vez más, lo que es justo y equitativo no lo decidirán los humanos, sino las máquinas
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Mark Coeckelbergh
El pasado viernes los negociadores llegaron a un acuerdo sobre la ley de Inteligencia Artificial (IA) de la UE. En las últimas semanas, el mundo de la tecnología ha vibrado con el espectáculo desarrollado en torno a Sam Altman y OpenAI, un circo ... de alto riesgo que trasciende el drama empresarial habitual. Se trata de un espectáculo con profundas implicaciones, no sólo para la trayectoria de la IA, sino, como sostienen muchos analistas, para el futuro mismo de la humanidad.
No se trata sólo de los márgenes de beneficio, sino de la dinámica política de la Inteligencia Artificial. ¿Cuánto poder deben tener los directores generales en relación con los accionistas? ¿Es la IA exclusivamente una iniciativa empresarial con ánimo de lucro o sus beneficios deben distribuirse entre todos? Y, ahora que nos planteamos la búsqueda de una Inteligencia Artificial general similar a la humana, debemos preguntarnos si se trata de una búsqueda visionaria o de un peligroso espejismo.
Pero lo que queda después de estas intrigas palaciegas y derramamientos de sangre shakesperianos es exactamente eso: que sólo somos meros espectadores. Nosotros, en Europa o en España, en tanto que ciudadanos, o incluso los gobiernos europeos, somos impotentes ante lo que las grandes tecnológicas de California y otros lugares decidan sobre la IA. Abierta o no, general o no, usted y yo sólo podemos permanecer al margen y aplaudir o abuchear en lo que respecta a la Inteligencia Artificial. Los que financian y dirigen las grandes tecnológicas son quienes dominan el juego. A principios de este año, Altman fue recibido como un rey en los tribunales de Europa e incluso la Comisión Europea demuestra saber dónde está el poder. Los mandarines de Bruselas inclinan devotamente la cabeza ante él.
Por supuesto, a la luz de la historia de la humanidad, esta distribución tan desigual del poder en el contexto de las nuevas ciencias y tecnologías no es nada nuevo. Incluso mucho antes de la era industrial, cuando los trabajadores experimentaban la impotencia y la explotación que Marx y Engels analizaron de forma tan célebre, al carecer de todo control sobre la forma en que las máquinas determinaban el ritmo de su trabajo y de sus cuerpos, las sociedades agrícolas restringieron el conocimiento científico y las tecnologías de cálculo a unos pocos elegidos.
En las antiguas sociedades sumeria y egipcia, no era el pueblo llano el que sabía predecir las estaciones y gestionar la economía, sino los sumos sacerdotes y los contables, que apoyaban a quienes detentaban el poder. Con razón argumentaba Platón que no hay que dar el gobierno a las masas, inútiles ignorantes. Y así se hizo. El poder, ahora y entonces, se basa en la pericia y las tecnologías, y está desigualmente repartido.
Pero, ¿no existía también esa idea también antigua y extraordinaria, que surgió de nuevo tras el humanismo y la Ilustración, de que el poder en la sociedad debía organizarse de otra manera? ¿No existía esa idea de democracia, la idea de que el pueblo gobernara? ¿No existían unos valores y principios como la libertad y la justicia que se suponía eran el fundamento de las democracias liberales occidentales? ¿No existían derechos humanos y constitucionales que protegieran a las personas del ejercicio arbitrario del poder? ¿Qué hay de los muchos científicos políticos y sociales que experimentan con dejar que los ciudadanos de a pie participen en las decisiones sobre la tecnología?
La triste verdad es que, a pesar de nuestros relucientes parlamentos, no hay mucho de democrático en la forma en que actualmente se toman las decisiones sobre la IA. De hecho, como se comprobó el pasado viernes, se están haciendo esfuerzos para regular la IA y su uso en Europa, en China y en otros lugares. Incluso en EE.UU., tradicionalmente más centrado en la autorregulación, existe una creciente conciencia de que la IA no puede dejarse simplemente en manos de las grandes corporaciones tecnológicas. Biden firmó, pero la regulación llega tarde, cuando las grandes decisiones sobre el desarrollo y el futuro de la tecnología ya se han tomado en las salas de juntas de OpenAI, Google y otros protagonistas de la IA. Los ciudadanos debaten y, cada vez más, hay innumerables actos públicos sobre IA.
Pero ¿quién escucha? Ni Altman, ni los desarrolladores, ni quienes crean nuestro futuro común en nombre del bien. Mientras tanto, la IA amenaza los valores y principios que constituyen la base de nuestras democracias. La libertad y otras protecciones constitucionales se convierten en una farsa cuando los regímenes autoritarios pueden utilizar la IA para reprimir a sus ciudadanos y cuando surgen nuevas formas de manipulación a través de las redes sociales. Los algoritmos que están detrás de tu Facebook y TikTok están llegando a saber tanto sobre usted que influirán no sólo en las publicaciones que ve, sino también en su mente y en sus decisiones, incluido a quién votará en las próximas elecciones. ¿Y qué será de la Justicia cuando los prejuicios de nuestras sociedades se vean amplificados por sistemas de Inteligencia Artificial que toman decisiones sobre créditos, ayudas sociales y los encarcelamientos de civiles? Cada vez más, lo que es justo y equitativo no lo decidirán los humanos, sino las máquinas, y los humanos que las controlan.
¿Nos protegerán nuestros gobiernos? ¿Nos protegerá la UE? Sí y no. En Europa acabamos de hacer un esfuerzo por crear una normativa que limite los riesgos. Aunque también hay otros intereses. Los intereses de las grandes tecnológicas, pero también los intereses de los Estados-nación. La IA es poder y la IA también es geopolítica. La IA es una carrera y los grandes actores políticos quieren ganar la carrera. La democracia es entonces el molesto espectador que se interpone en el camino de los ciclistas. La democracia es el badén que frena al coche poderoso. Los derechos humanos y los principios constitucionales son pájaros inoportunos en la pista de aterrizaje de la IA hacia el progreso, el beneficio y el poder. Si Altman puede «hacer a América grande de nuevo», entonces OpenAI es bienvenida para autorregularse. Si la IA puede aumentar el poder geopolítico de China, entonces el Partido la apoyará. Si la IA puede ayudar a Europa a mejorar en innovación, entonces la regulación debería tener suficientes lagunas. Si la IA puede ayudar a España y a sus regiones a ganar económicamente, entonces las consideraciones éticas y legales son una ocurrencia tardía. Y para todo esto se necesitan expertos. Además, los ciudadanos están invitados a hacer clic y jugar. En el ámbito geopolítico, es comprensible que Europa y sus naciones quieran recuperar y reclamar poder frente a Estados Unidos y las grandes tecnológicas. También es posible que quieran limitar el poder chino en Europa. Pero si la soberanía digital significa más poder político y económico para los gobiernos nacionales y las empresas, ¿dónde queda la democracia? ¿Dónde está la participación? ¿Dónde están las protecciones concretas de y para los ciudadanos?
Cuando se trata de política de IA, siempre necesitaremos un equilibrio entre experiencia y participación, entre poder efectivo y legitimidad, entre apoyar el espíritu empresarial bienintencionado y asegurarnos de que eso no tenga consecuencias éticas y políticas perjudiciales. Pero algunas cosas no deberían ser negociables, no deberían estar sujetas a intrigas empresariales o al juego geopolítico. Creo que la democracia y sus principios deberían ser una de estas cosas, tanto a nivel nacional como mundial. Si ahora nos quedamos contentos y cómodos en el papel de espectadores y no reclamamos ese poder y soberanía, el futuro de la IA lo seguirán decidiendo los sumos sacerdotes y reyes de Silicon Valley. Después podremos visitar sus pirámides.
es catedrático de Filosofía en la Universidad de Viena y fue miembro del Grupo de Expertos de Alto Nivel sobre IA de la Comisión Europea
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