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Mariona Gumpert

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De niña me encantaban los viajes en coche, mis padres los amenizaban con música. La que les gustaba a ellos, bien hecho. En determinado momento, y sin previo aviso, la apagaban: ¡Oh, no! ¡Van a rezar el rosario! Lo hacían, además, en tono monocorde ... y, lo peor de todo: se pisaban el uno al otro. No había acabado uno de ellos su parte del Padrenuestro o del Ave María, que ya empezaba el otro la suya. No os piséis, por Dios. ¿Por qué lo hacéis? No lo hagáis. Las letanías, además, las rezaban en latín. Ahí ya se solapaban por completo, imposible distinguir los adjetivos de las diferentes Mater ('amábilis', 'admirábilis', 'boni consilíi'), quedaban opacadas por el 'ora pro nobis'. Cuando aprendí latín en el colegio sucedieron dos cosas: conseguí enterarme de qué decían –volvió el asunto menos aburrido– y detesté más aún ese momento. En clase me enseñaron la pronunciación clásica, y mis padres usan la eclesiástica, a la que le tengo manía. ¿Por qué? Ni idea. Descubrí así una aparente incoherencia en las letanías lauretanas: ¿Por qué Reina de los confesores, y no de los sacerdotes, en general? ¿Por qué tomar la parte por el todo? Los curas no sólo confiesan. Me enteré más adelante de que Reina de los confesores es la contracción de «confesores de la Fe». Los que no esconden que son católicos, vaya.

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