LA TERCERA
El futuro y el sentido del trabajo
«Una Inteligencia Artificial produce imágenes, palabras, e ideas, muchas de ellas imprevisibles e irreversibles y eso las lleva a un reducto que habíasido pensado indefectiblemente, como exclusivo de lo humano»
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Mariano Sigman
El trabajo no solo es la vía por la cual producimos bienes y obtenemos recursos. También suele ser el desafío que da sentido a la vida. Por eso cuando queremos decir quiénes somos, solemos decir qué hacemos. Identificamos el ser con el hacer, como si ... estas cosas fuesen equivalentes. El trabajo es tan vital en nuestra sociedad que está garantizado explícitamente en la Declaración Universal de Derechos Humanos. ¿Podrá un derecho humano universal darse de baja? En 2013, dos investigadores de la Universidad de Oxford publicaron un estudio alarmante: la mitad de los empleos –sobre todo aquellos que fuesen rutinarios y repetitivos– desaparecerían en los próximos veinte años. Diez años después y con el advenimiento de la Inteligencia Artificial, vemos que el monstruo que esperaban por la puerta al final se coló por la ventana. Las máquinas irrumpieron en el lugar menos esperado: los oficios creativos o analíticos, que requieren de ingenio e inventiva. Las inteligencias artificiales empiezan a escribir novelas, redactar leyes, diseñar empresas y, probablemente, sean buenas terapeutas. Hasta los mismísimos programadores pueden ser reemplazados por los programas que ellos mismos crearon. Si los ordenadores nos superan en nuestros aspectos 'más humanos', ¿qué espacio laboral queda entonces para nosotros en el futuro?, ¿y quiénes serán los consumidores en un mundo con tanto menos empleo?
Hace ya unos años, se esboza un ingreso básico universal como posible solución a este dilema. Esta idea ha sido revisitada muchas veces a lo largo de la historia. Cuenta el filósofo Michael Sandel que, en el siglo XIX, en la fundación del capitalismo moderno una de las discusiones más intensas era sobre la imposibilidad de ejercer una ciudadanía libre y plena sin emanciparse de las obligaciones laborales. Esto se clamaba tanto por 'izquierda' como por 'derecha'. Los unos para bregar por un sistema que hoy veríamos cercano al de una asignación universal, los otros, por el contrario, para enfatizar que los asalariados no estaban tan lejos de los esclavos en relación a sus derechos como ciudadanos. Y esta conversación, a su vez, es heredera de otra que sucedía hace 2.500 años, en la incipiente democracia de Pericles, dividida en dos espacios vitales. El primero es el 'oikos', donde ocurren los asuntos privados y los menesteres básicos de la vida. Ahí rige lo jerárquico, padre e hijo, o hombres y esclavos (también en aquel entonces hombres o mujeres). Los asuntos del 'oikos', como la limpieza o la alimentación, son circulares e infinitos. Cada día se limpia lo que vuelve a ensuciarse, se construye lo que se destruye.
El polo opuesto del 'oikos' es la 'polis' y su plaza pública, el ágora. Ahí se conversa de igual a igual sobre lo humano y la política en búsqueda de la virtud. La libertad se da solo una vez emancipados de los menesteres básicos, y se da entre iguales. Esta idea tan constitutiva de la democracia griega, se replica, como cuenta Sandel, en los cimientos de la sociedad estadounidense. Esta separación tan tajante entre los asuntos del trabajo, en el 'oikos', y los de lo humano, en la 'polis', es por supuesto una exageración, desarrollada en torno a mitos alimentados por historiadores del siglo XIX. En la misma antigua Grecia, estos asuntos estaban ya bastante mezclados y en estos días ya son casi imposibles de distinguir. En un teléfono, suceden el 'oikos' y la 'polis'. Lo más privado, lo más rutinario y a la vez lo público y la conversación de ideas. Internet es por antonomasia el sitio donde se mezcla lo público y lo privado.
Los conceptos de 'oikos' y la 'polis' nos ayudan entender como la tecnología puede cambiar el trabajo, y con ellos los pilares más constitutivos de la arquitectura de la sociedad. La filósofa Hannah Arendt divide la producción en dos categorías que suelen confundirse en la promiscuidad del lenguaje: la labor y el trabajo ('labor' y 'work'). Las labores son conseguir alimento, lavarse, cuidarse, son el oficio de sobrevivir y la compartimos con los animales. El trabajo es la fabricación de objetos, asociada al consumo como una búsqueda hedónica donde empieza a asomar lo humano. Empieza, solo eso. Porque nos estanca en el consumo de objetos que gastan que vuelven a trabajar para consumir en un ciclo que se repite indefinidamente.
Esto es lo común al 'oikos'. Producción pensada en términos de medios y fines, cíclica y, sobre todo, reversible. No pasa nada si uno se equivoca fabricando una mesa. Se arregla. En cambio, la conversación pública que ocurre en la 'polis' es impredecible, es irreversible. Y no es cíclica. Con las palabras y las ideas no hay vuelta atrás, son impredecibles, desatan amores y guerras. Esta historia brevísima de la filosofía del trabajo nos permite entender por qué la IA puede resultar en un cambio cualitativamente distinto al que ha ocurrido con el resto de las tecnologías. En primer lugar, porque es una herramienta tan versátil y polivalente que tiene el potencial de resolver íntegramente los menesteres del 'oikos'. Hoy se hace concebible el sueño de los sofistas liberarnos de todo lo esencial para dedicarnos a la verdadera esencia humana del ejercicio de la virtud.
La capacidad de copar todos los trabajos es ya en sí una diferencia sustancial pero quizás ni siquiera la más importante. La IA no se limita a la esfera de lo cíclico con lo que las máquinas pueden, por primera vez, salir de la esfera del 'oikos', donde habían estado confinadas. Una IA produce imágenes, palabras, e ideas, muchas de ellas imprevisibles e irreversibles y eso las lleva a un reducto que había sido pensado indefectiblemente, como exclusivo de lo humano. La IA participa de la 'polis' y discute de igual a igual con una persona. Construye sus propias ideas, en mutaciones imprevisibles de sus conexiones que van convergiendo a una perspectiva propia, a una mirada original sobre las cosas. Con eso se camuflan en la conversación pública, la materia misma de la que está constituida el pacto social.
Sea cual sea la respuesta económica y política a los desafíos que la IA presenta en el ámbito laboral, el fin del trabajo presenta dilemas individuales y sociales que van más allá de la distribución de bienes. «El trabajo resuelve tres grandes males: la necesidad, el aburrimiento y el vicio», dijo el filósofo Voltaire. Tal vez se pueda resolver la necesidad a través de políticas adecuadas, pero ¿cómo resolveremos los otros dos grandes males: el aburrimiento y el vicio?, ¿qué haríamos de nuestros días si trabajar ya no solo no fuera necesario, sino que fuera imposible?
Desde la antigua Grecia hemos buscado tecnologías que resuelvan las tareas cotidianas para poder dedicarnos a la virtud: el cuidado de nuestra familia, la música, el deporte o el cultivo de la amistad. Aristóteles ya reflexionaba sobre esto: «Si cada instrumento pudiese, en virtud de una orden recibida o, si se quiere, adivinada, trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, que se iban solos a las reuniones de los dioses; si las lanzaderas tejiesen por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara, los empresarios prescindirían de los operarios y los señores de los esclavos».
Siempre fantaseamos con vivir sin trabajar. Ahora que esa posibilidad parece próxima a materializarse, el escenario nos perturba tanto o más de lo que nos entusiasma. El impacto de la IA en el mundo del trabajo no solo se dará en términos de equilibrio económico, sino que pegará en lo más hondo de la humanidad, en un sentido ontológico. La tecnología nos remite a las preguntas más profundamente humanas: ¿para qué estamos aquí y qué venimos a hacer?, ¿qué presente queremos vivir?, ¿qué futuro estamos construyendo?
es neurocientífico
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