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LA TOURNEÉ DE DIOS

In vino veritas

Bebamos, que con la que está cayendo al menos podremos emborracharnos mientras nos da la risa floja

El shosho prometido

El secreto de la Atlántida

María José Solano

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No soy una experta en vinos. He viajado y bebido con gente lejana y cercana, incluso con alguna enemiga encubierta, capaz de agriar con sus malos sentimientos hasta un reserva. A estas alturas de mi vida, he aprendido (con los vinos y las personas) ... a distinguir lo aceptable de lo imbebible. Pero hasta ahí. Sé lo básico. Algunas denominaciones y sobre todo (arma infalible) el precio. En otros países, el coste de una botella suele decir tanto como la etiqueta. Pero en España, cuando un vino empieza a destacar, por lo general no tardan en convertirlo en un fenómeno, multiplicando botellas y subiendo los precios con una alegría que espantaría a cualquier sumiller con sentido del pudor. Hoy, sin embargo, quería hablarles de otra cosa. Porque, si algo aprendí también, es que un buen nombre puede ser ya media copa servida. Y ahí nos estamos dejando ganar por goleada. Uno va a Grecia y encuentra joyas como Geometría, Anaxágoras, Tetramythos. Pura épica embotellada. Cada etiqueta evoca filósofos, dioses, islas misteriosas del Egeo que emergen a sorbos. En Italia, lo mismo. Allí te sirven un Cartago con la naturalidad de quien narra la guerra púnica, o un Rosso del Conte que suena a ópera y a puñal. En Francia, directamente, te pasan por encima: Château de Ricaud, Château Margaux, Nuits Saint Georges. Con esos nombres no hace falta ni que el vino sea bueno. Te lo tomas por lo que insinúan. Vinos que son novelas por escribir incluso antes de descorchar la botella.

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