LA TOURNEÉ DE DIOS
La papa de Pizarro
Con lo que le costó traer todo aquello: el maíz, el oro, el espanto de tanta grandeza...
Leer o no leer: esa es la cuestión
Un taxi a la infancia
Huyendo de las colas del Prado y últimamente también de las inauditas del museo Cerralbo, decidí largarme a Trujillo. Dos horas y media desde Madrid, por autovía, sin mirar atrás. Y al llegar, tuve la sensación rara (y magnífica) de haber cruzado no solo ... Castilla, sino también el Atlántico y cinco siglos de historia.
Porque Trujillo, qué quieren que les diga, parece el Nuevo Mundo, pero al revés: como si América hubiera venido a posarse con cuidado sobre este pedazo de Extremadura. Quién se lo iba a decir a Pizarro, que desde este rincón se embarcó en la mayor locura imperial de la historia hispana.
Subí al castillo árabe que corona el cerro, vigía de las eternas fronteras de moros y cristianos, y admiré las desiertas iglesias: Santa María la Mayor, códice pétreo; San Martín, con su fachada como una página de linajes, y Santiago, con su inconfundible aire de paso y penitencia. Después visité la casa-museo de Pizarro, un espacio expositivo tan austero que apenas sustenta al personaje. Uno entra sabiendo poco y sale sabiendo menos, pero con el peso de la Historia en los hombros, que ya es bastante. Finalmente, me senté en un restaurante con vistas a la plaza. Pedí un vino de la tierra y un guiso de caldereta de cordero, con sus aromas de la dehesa, y ¡ay!... patatas.
No tengo el título de 'chef' de Le Cordon Bleu, pero a estas alturas puedo distinguir una patata frita congelada, ese engrudo abstracto que llega de las frías industrias canadienses, de una papa cortada a cuchillo en tiras irregulares, frita en aceite, con su exterior dorado como un retablo, su brillo de sol azteca y esa carne suave, casi de pulpa selvática. Y eso sí que no. Papas congeladas en la cuna de Pizarro. Con lo que le costó traer todo aquello –el maíz, el oro, el espanto de tanta grandeza, y las papas– a este lugar olvidado del mundo, para que le paguemos así.
Con una papa aún a medio masticar, levanté la cabeza y me encontré con los ojos del Pizarro de bronce, ese que cabalga inmóvil en el centro de la plaza desde 1929, espada alzada, gesto de hierro, actitud decidida, como quien sigue dispuesto a conquistar el mundo, aunque el mundo ahora sea una terraza con menú del día. ¿Qué habría pensado él? Probablemente nada bueno. O peor aún: habría pensado lo mismo que yo.