TIRO AL AIRE
Un pollo
Entenderán que a mi padre, como a tantos españoles, según qué mensajes sobre comer menos carne le suenen incomprensibles
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Iniciar sesiónLa primera vez que compré un pollo en Bruselas le di un disgusto al carnicero. Me había mudado a la capital europea con una beca de doctorado y un nivel de francés que yo creía decente pero, como comprobé ese día, resultaba más académico ... que práctico. Era más de contenido tipo 'Elecciones y partidos políticos en la UE' que de calle y mercado. Siempre insiste Richard Vaughan en la importancia de las horas de escucha –por lo de comprender para soltarse a hablar– más que saberse de memoria términos, estructuras y formas verbales.
Aquel día pedí un pollo y el carnicero me hizo –supongo– las preguntas pertinentes: ¿para qué lo quiere? ¿cómo se lo parto? Incapaz de contestar, yo repetía «un pollo, un pollo». El hombre, mientras tanto, subía el volumen de su voz, espaciaba cada una de las sílabas y arrimaba el cuchillo a la pieza. Lo mismo que hubiera hecho mi madre, carnicera hasta anteayer, frente a cualquier cliente extranjero que no hablara español.
Desde un nivel más abajo –el mostrador coloca a los tenderos en un estrado alimenticio que anula un poco eso de que el cliente siempre tiene la razón– me sentía desamparada. Se me agolpaban en la mente las frases y las palabras precisas… en español. Más tensión. No ayudaba para explicarle al carnicero belga que no necesitaba corte, que podía hacerlo en mi cocina, que manejo los cuchillos igual que él. Pero en aquella situación, entre el jaleo de la tienda y la mirada incómoda del resto de clientes, no se lo supe decir en un francés comprensible. Tirando de gestos conseguí mi objetivo, pero fue a costa de robarle la paz y la energía a aquel hombre y bastante paciencia a su clientela.
Tras el amargo episodio, me estudié la frase «soy hija de carniceros» y se la solté en cuanto pude. Una vez que nos reconocimos como pares, me vendió siempre los mejores cortes. El privilegio me recordaba al de mi propio padre, también hijo –y nieto– de carniceros. A veces solo él y el abuelo, que recorrían las fincas de la comarca buscando las mejores cabezas para el negocio –imaginen su opinión sobre las macrogranjas–, comían chuletas de cordero mientras mis tías y mi abuela degustaban patatas y verduras hervidas. Hasta en casa de los carniceros había que racionar.
Entenderán que a mi padre, como a tantos españoles, según qué mensajes sobre comer menos carne le suenen incomprensibles.
Se nos ponen a hablar los políticos como expertos en las cosas del comer en ese lenguaje académico, de estudiantes redichos, investigaciones científicas, gráficos, opiniones foráneas, baremos previos y posteriores y se monta el pollo (belga). De la carne al azúcar pasando por la fresa de Huelva, no es que no haya que abrir el melón de qué comemos, cómo lo comemos y de dónde lo comemos. Pero, para no liarla en exceso, suele ir mejor hablar el idioma de allí donde se está y no sólo el propio.
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