TIRO AL AIRE
Una casa ante la tormenta
Tras el ritual de protección nos sentábamos en las sillas y a veces pegábamos tanto la cara al cristal que nuestro propio vaho nos cegaba
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Iniciar sesiónLas grandes tormentas me devuelven siempre a una ventana. A aquellas tardes de septiembre, porque casi siempre sucedía por la tarde, en las que llovía a cántaros y veíamos bajar el agua por la calle de enfrente de forma salvaje. Nunca le pusimos nombre, ... pero era un río. No uno principal sino un afluente de otro más caudaloso, el que discurría por nuestra avenida. Las dos corrientes confluían matemáticamente en nuestra puerta creando una ceremonia de saltos y espuma tan brava que mi padre y yo, espectadores habituales de aquel fenómeno post-verano, nos sentíamos privilegiados al otro lado de nuestros enormes cristales.
Aquel feroz pero atrayente baile de olas era la recompensa por haber ejecutado en tiempo récord el protocolo de lluvia de la casa: levantar la tapa del sumidero del patio y comprobar que este no estaba obstruido con alguna hoja caída de las macetas de mi madre, cerrar bien las ventanas, la puerta de la terraza y la del balcón. Tras el ritual de protección nos sentábamos en las sillas y a veces pegábamos tanto la cara al cristal que nuestro propio vaho nos cegaba la vista. Gajes del oficio de aquellos ventaneros de tormenta, como nos hubiera llamado Carmen Martín Gaite. Nos sorprendíamos por cómo era posible que la corriente no arrastrara algún coche calle abajo, mi padre me explicaba si las nubes venían de Levante o del llano, aguantábamos la respiración cuando atronaba el granizo y siempre invitábamos a nuestro palco a cualquier vecina a la que el aguacero le hubiera pillado en la calle por sorpresa. Pasaba mucho porque nadie llevaba una Aemet en el bolsillo. Hoy sí, pero creo que la Agencia sigue sin avisar con precisión cuándo van a formarse los rápidos de la avenida Doctor Pérez Gil. Casi mejor. El reventón como secreto familiar.
En aquel cruce de aguas, estas rebosaban casi siempre la calzada, se encaramaban hasta la acera y se atrevían a colarse por debajo de nuestra puerta. Nos reíamos cómplices si la cosa no era grave, por lo general sólo unos pequeños hilos que se canalizaban por las juntas del suelo que nos recordaban que el nuestro era el lado correcto. Hasta que un día el agua inundó el balcón del primer piso y terminó bajando por la escalera con la urgencia de quien se ha metido en el sitio equivocado y necesita escapar pero en su huida arrasa todo lo que toca. Ahí apareció mi madre armada con cubos, enérgica y envalentonada, dando instrucciones precisas sobre cómo comportarse en caso de diluvio. Si hubo tensión, y debió haberla, no la recuerdo. Tampoco sentí miedo. Sólo fascinación. Estábamos juntos, estábamos en casa, la tormenta seguía fuera y ellos sabían achicar agua. En aquel momento supe que nunca encontraría un refugio más seguro que aquella casa. Con ellos. Allí estaba mi dique. Venga de donde venga la tormenta. Es septiembre y avisan de que va a llover.
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