Escrivá, pasión por la Universidad

Hoy se cumplen 50 años del fallecimiento de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. En su juventud, además de sus estudios en Teología y Derecho Canónico, cursó la carrera civil de Derecho en la Universidad de Zaragoza. Se definía como un apasionado universitario y lo puso de manifiesto tanto promoviendo directamente la creación de universidades (la de Navarra en España y la de Piura en Perú) como inspirando a otras personas o entidades a ponerlas en marcha. Sabemos, además, que le atraía la carrera académica, pero que renunció a ella para dedicarse a la misión que Dios le había encomendado. A finales de los años sesenta, lo entrevistaron sobre los retos de la Universidad. En sus respuestas se percibe un amor profundo y una comprensión certera de la institución universitaria. Más allá de las posibles similitudes de los momentos históricos, sus palabras pueden arrojar luz sobre cuestiones que nos interpelan hoy a las universidades. En las siguientes líneas, de forma necesariamente esquemática, me gustaría centrarme en dos de ellas.

La primera tiene que ver con algo que preocupa tanto a las universidades como a la sociedad en general: la formación universitaria hoy. ¿Tienen sentido los estudios universitarios en un entorno laboral cada vez más cambiante y complejo? ¿Qué papel desempeña o debe desempeñar en la educación superior la tecnología y, en concreto, la inteligencia artificial generativa? ¿Acabará sustituyendo el proceso de aprendizaje? Porque, si se combinan las necesidades del mundo profesional con las posibilidades de la tecnología, la misma institución universitaria parece quedar cuestionada. De hecho, no faltan quienes proponen una formación fuera de las universidades, altamente especializada, liderada por cada persona según sus intereses o necesidades laborales, basada en las posibilidades casi infinitas que la tecnología ofrece. Y, sin embargo, algo nos dice que esa no es la solución.

En la entrevista a la que hacía referencia, san Josemaría, casi de pasada, describe la huella de la formación universitaria como «plenitud personal alcanzada». Eso es a lo que aspira la Universidad: a crear el entorno para que cada estudiante, mientras se capacita profesionalmente, pueda alcanzar su plenitud personal. Un proceso para el que no hay atajos y que nace del arduo y apasionante esfuerzo por comprender, con todo lo que conlleva: reflexionar, analizar, confrontar el propio saber con el de los demás, dialogar, criticar. En resumen: estudiar y compartir con los demás el conocimiento alcanzado, dejando que influya en la propia vida. Esa plenitud, nunca finalizada, le llevará a cada estudiante, en la Universidad primero y en el mundo laboral después, a estar en constante actualización y a integrar la tecnología de manera armónica en su vida intelectual, profesional y personal, comprendiéndola en sus límites y en todas sus posibilidades. Y, lo que es más importante, le habrá proporcionado esa visión profunda y comprometida de la profesión y de la vida que es clave para ser personas que transforman la sociedad con y desde su trabajo.

La segunda cuestión se refiere a la implicación social de la Universidad y, más en concreto, su vinculación con la acción política. Nos movemos en aguas pantanosas. Por un lado, la Universidad no puede ser indiferente a lo que pasa en el mundo. Por otro, tenemos ejemplos de todo tipo, dentro y fuera de nuestro país, de hasta qué punto el activismo político, sea del signo que sea, rompe el diálogo universitario y amenaza la convivencia. ¿Cómo resolver la paradoja? ¿Debe o no debe la Universidad implicarse políticamente? Aquí merece la pena escuchar la respuesta de san Josemaría a una pregunta similar. «Si por política se entiende interesarse y trabajar en favor de la paz, de la justicia social, de la libertad de todos, en ese caso, todos en la Universidad, y la Universidad como corporación, tienen obligación de sentir esos ideales y de fomentar la preocupación por resolver los grandes problemas de la vida humana. Si por política se entiende, en cambio, la solución concreta a un determinado problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que sostienen lo contrario, pienso que la Universidad no es la sede que haya de decidir sobre esto. La Universidad es el lugar para prepararse a dar soluciones a esos problemas; es la casa común, lugar de estudio y de amistad; lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe».

La Universidad así planteada huye tanto de la indiferencia ante los problemas del mundo como de un posicionamiento que amenazaría su propia identidad. Cuando las universidades o sus autoridades han sido cuestionadas sobre su posicionamiento político o han dejado de recibir financiación por ese motivo, es preciso preguntarse sobre la realidad de lo que sucede en el entorno universitario. Ni la Universidad debería estar implicada políticamente ni nadie está autorizado para imponer a la Universidad un pensamiento único, del signo que sea. Igualmente importante es que todos, dentro y fuera de la Universidad, distingan las dos dimensiones que se mencionan en la cita: el activismo político del compromiso con la paz, la justicia y la libertad. En momentos como los actuales, caracterizados por la polarización y la politización de todos los ambientes, también de los universitarios, esta distinción se hace difícil, pero precisamente por eso es más necesaria que nunca.

Me gustaría acabar con un mensaje de esperanza. La Universidad que dibuja san Josemaría en sus palabras no es un ideal imposible, aunque sea necesario esforzarse para hacerlo realidad. La experiencia demuestra que cuando tiene lugar esa combinación mágica de diálogo y convivencia plural, formación profesional y humanística y compromiso social, se genera un espacio que es fuente de respeto, convivencia y cohesión social. Un espacio que está llamado no solo a transformar las vidas de los que lo experimentan, sino a dejar una impronta positiva en la sociedad.