La Tercera
Despolitizar las lenguas
Los nacionalismos actuales en España tienen una matriz lingüística: contemplan la lengua como la prueba irrefutable de la existencia de una nación distinta
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Manuel Toscano
Se repite a menudo por parte de políticos de diferente signo, así como comentaristas y académicos, que habría que despolitizar las lenguas. Declaraciones no faltan. En tal sentido se ha pronunciado, entre otros, Salvador Illa, líder del PSC y flamante ganador de las elecciones ... autonómicas en Cataluña, quien de manera reiterada ha insistido en que hay que «dejar de politizar» las lenguas, sacándolas del fragor de la lucha partidista. En principio el lema suena bien, en parte porque muchos ciudadanos contemplan con preocupación cómo se ha ido degradando el debate político en España. De fondo, además, está la percepción de que politizar las lenguas supone usarlas como banderines ideológicos y armas arrojadizas en la confrontación entre partidos, instrumentalizándolas al servicio de fines espurios, sin relación con su verdadera función y valor. El efecto, sin embargo, se hace raro cuando el sintagma aparece en boca de políticos profesionales y autoridades. Hace un par de años el entonces responsable de la Dirección General de Política Lingüística del Gobierno de Aragón se pronunció a favor de «despolitizar la promoción de las lenguas propias» en aquella comunidad, lo que no deja de ser sorprendente viniendo de quien ocupaba esa dirección general dedicada precisamente a la política lingüística. Algún ingenuo se preguntaría si no hubiera sido más consecuente pedir a continuación la disolución del órgano administrativo que dirigía.
Más allá de la anécdota, hay razones para darle alguna vuelta a la idea de despolitizar las lenguas. Descartemos de entrada los clichés bonachones, pero romos, como el que dice que «las lenguas están para entenderse, no para dividir ni confrontar». Seguramente lo habrán escuchado más de una vez, pues políticos y periodistas son aficionados al género. Por mucha solemnidad que se le ponga, no deja de ser una simpleza palmaria que juega con los equívocos del verbo 'entenderse'. Es tanto como proclamar que los teléfonos están para entenderse, como si no nos sirviéramos de las lenguas (o de los teléfonos) para todo tipo de actividades, buenas y también malas, como proferir amenazas, insultar u ordenar ejecuciones.
Si por entenderse no se trata de llevarnos bien, sino de interactuar comunicativamente de manera mutuamente comprensible, tampoco parece que las lenguas en plural estén para entenderse. Al contrario, como sabemos por el mito de Babel, la diversidad de lenguas dificulta la comunicación y levanta barreras al entendimiento de quienes hablan lenguas distintas. Por eso constituye un claro ejemplo de la conocida falacia de composición, pues se predica del conjunto de lenguas lo que en rigor sólo cabe atribuir a cada una de ellas por separado: que sirve para que sus respectivos hablantes se comuniquen y entiendan entre sí. De haber escrito lo anterior en malayo, dudo que el lector me hubiera seguido.
Convendría no llamarse a engaño, pues los tópicos supuestamente bienintencionados como que «las lenguas no están para confrontar» resultan menos inocuos de lo que aparentan, por ejemplo cuando sirven para acallar al que disiente y eludir debates políticamente necesarios. El ejemplo más obvio es la mal llamada 'inmersión lingüística' en el sistema escolar de Cataluña: una perfecta anomalía en términos comparados, pues es difícil encontrar otro caso similar donde la lengua mayoritaria de los ciudadanos, además de idioma cooficial de la comunidad, sea excluida como lengua vehicular de la enseñanza y reducida a objeto de una asignatura con dos o tres horas semanales, como si se estudiara una lengua extranjera.
A pesar de lo cual durante años se consideró como asunto intocable, poco menos que un tabú del que no cabía discutir. A quien se atrevía a ponerlo en cuestión se le acusaba de poner en peligro la convivencia social, cuando no de enemigo de la lengua catalana. Todo ello amparándose en el mantra del amplio consenso social, repetido hasta la saciedad por el 'establishment' autonómico. Pero apelar al consenso nunca debería confundirse con un argumento, pues al discrepante se le insta a estar de acuerdo por el simple hecho de que otros dicen estar de acuerdo; por no mencionar la flagrante contradicción performativa que supone esgrimirlo contra los críticos. Que nunca estuvo respaldado por datos lo hemos sabido por estudios de opinión recientes, pues en las encuestas de la Generalitat nunca se preguntaba por la cuestión.
Lo hemos vuelto a comprobar a propósito de la famosa resolución judicial que exige que al menos un 25 por ciento del currículum escolar se imparta en español; una medida modesta que se sigue del mandato constitucional de dar tratamiento de lenguas vehiculares de enseñanza a los dos idiomas oficiales, pero que ha encontrado una feroz oposición por parte de las formaciones nacionalistas y aliados. Curiosamente quienes se oponen a ella, proclamando que jamás cumplirán una sentencia firme, aseguran sin inmutarse que la lengua debería quedar fuera de la gresca política, añadiendo en este caso el consabido eslogan de desjudicializar la cuestión. A lo que se ve, politizar solo lo hacen los de enfrente. Haríamos bien, por tanto, en recelar de esos llamamientos a despolitizar el debate sobre las lenguas, cuando lo que se pretende en realidad es apuntalar el 'statu quo' sin que haya debate, cuando existen fundadas razones para poner en cuestión un régimen lingüístico injusto, que vulnera de manera generalizada los derechos lingüísticos de los ciudadanos hispanohablantes en Cataluña.
De manera general, las normas y decisiones colectivas acerca de las lenguas, empezando por la elección de cuáles serán oficiales, afectan a las oportunidades e intereses de los ciudadanos; inevitablemente determinan el reparto de cargas y beneficios entre ellos, además de comportar costes indudables para las administraciones y servicios públicos. Por ello, la justicia de las políticas lingüísticas son objeto legítimo del debate público, pues conciernen a los derechos y las obligaciones de los ciudadanos, pero también a cómo conciben la comunidad política de la que forman parte.
Ingenuidades en este punto, las precisas. Si hay un obstáculo formidable, diría que insalvable, a la despolitización de las lenguas, está en los nacionalismos, por más que algunos de sus portavoces se apunten a la consigna. Acertaba Renan cuando escribía que la significación política de las lenguas proviene de considerarlas como «signos raciales». Tal es el valor fundamental que el nacionalista lingüístico atribuye a la lengua, pues la ve ante todo como seña de identidad de un pueblo distinto, el alma de la nación. Y se nos olvida a veces que los nacionalismos actuales en España tienen una matriz lingüística: no sólo presentan demandas referentes a la lengua, sino que contemplan ésta como la prueba irrefutable de la existencia de una nación distinta, de la que se seguiría el derecho al autogobierno y toda la parafernalia al uso.
Las lenguas no son, en consecuencia, un asunto menor al que pueda quitar hierro, pues para el nacionalista la existencia misma de la nación y la identidad nacional dependerían del idioma. De ahí las reacciones virulentas que suscita todo lo que le afecta, puesto que erige la lengua en tótem y tabú, además de servirse de ella como palanca de la construcción nacional. Lo que explica la hostilidad hacia el bilingüismo social que vemos en los independentistas catalanes, pues una nación no podría tener dos almas, según ellos. El reto entonces no es despolitizar las lenguas, sino impugnar el marco ideológico en que las encierra el nacionalista. Algo del todo necesario si queremos discutir sobre los derechos lingüísticos en una sociedad plural y alcanzar compromisos justos y razonables.
es profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Málaga
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