la tercera
Magnicidio: vivir para contarlo
En algún momento de sus breves vidas, Booth, Oswald y Crooks se trastornan y revuelven, hasta llegar a la conclusión de que asesinar al presidente les confiere una secuencia de legitimidad y un instante de gloria
Elogio de la amistad
El derecho a no ser engañados
Manuel Lucena Giraldo
Es desoladora la nómina de presidentes asesinados en Estados Unidos en el ejercicio de su cargo en poco menos de 250 años de existencia republicana: Abraham Lincoln en 1865; James A. Garfield en 1881; William McKinley en 1901; John F. Kennedy en 1963. Mas ... es preciso no caer en el excepcionalismo, por otra parte tan estadounidense. ¿Asesinan allí más a presidentes y candidatos que en otros lugares? No es así, aunque lo parezca. En la muy complicada asimilación de lo que acaba de suceder, el intento afortunadamente fallido –por poco– de asesinato de Donald Trump, expresidente y candidato, salen a relucir circunstancias similares y otras diferentes, en los modos de hacer política y las tradiciones que la determinan. La sobreexposición mediática que conlleva el desempeño del cargo de presidente remite a la condición de Estados Unidos como potencia dominante de Occidente «y del mundo libre», según el expresivo y eficaz lenguaje utilizado durante la Guerra Fría. La denominación del gran historiador mexicano Enrique Krauze de una «presidencia imperial», bajo la cual el armazón republicano disimularía la fábrica de un poder avasallador y despótico, adquiere sentido a la hora de reconocer el siglo XX como 'americano', es decir, estadounidense. Resulta sobremanera contradictorio, dado el aislacionismo en el que vive aquel país, pero como bien sabemos en Europa lo que ocurra en las elecciones de noviembre tendrá un impacto desproporcionado a escala global. Se trata de un ejemplo excelente del 'efecto mariposa': un pequeño cambio produce una onda indeterminada e impredecible en el tiempo y el espacio. El hecho de un magnicidio fallido allí adquiere inmensa relevancia aquí. Todo está conectado.
En segundo término, en la medida en que el cine de Hollywood ha representado un modo sublimado de pedagogía nacionalista estadounidense, la zona cero de aquello que el gran historiador francés Serge Gruzinski denominó, con acierto, la 'batalla de las imágenes', las secuencias de magnicidios, consumados o fallidos, vinculados siempre a teorías de la conspiración, aunque develados en su historia forense tantas veces, de Lincoln a Kennedy, como acciones aisladas de individuos solitarios, llenos de ira, se hacen nuestros y crean una suerte de bucle melancólico. A Lincoln le disparó el fanático actorJohn Wilkes Booth, residente en Virginia y simpatizante de la Confederación sudista derrotada, tras proclamar en perfecto latín: «¡Sic semper tyrannis!». A Kennedy le disparó Lee Harvey Oswald, veterano inestable asesinado solo dos días después por Jack Ruby, de modo que no pudo ser sometido a juicio. Como tampoco Booth, que se había quitado la vida durante su huida –o se la quitaron sus justicieros perseguidores–. Dos películas –una más respetuosa con la historia, 'Lincoln' (2012), de Steven Spielberg, sobre los cuatro últimos meses de su vida, dotada de un aire épico antiesclavista, muy ajustado a la ideología de la presidencia de Barack Obama; y otra que recuerda el nuevo periodismo, vibrante y conspiratoria, 'JFK' (1991), de Oliver Stone, en la estela del fracaso nacionalpost-Vietnam y con final abierto– crearon grandes frescos visuales sobre ambos magnicidios.
Sus criminales autores, a quienes ahora se suma el veinteañero Thomas Matthew Crooks, que también se ha llevado sus secretos a la tumba, tienen algo en común: la decepción ante los ideales de una mitología nacional estadounidense enmascarada como frontera abierta, el famoso 'sueño americano'. Allí donde todo es posible, nada es posible. En algún momento de sus breves vidas, Booth, Oswald y Crooks se trastornan y revuelven, hasta llegar a la conclusión de que asesinar al presidente les confiere una secuencia de legitimidad y un instante de gloria. Los hijos de la frontera, abiertos a un horizonte de expectativas, deciden que la eliminación física de quien representa el poder ejecutivo puede restaurar la virtud y acabar con la tiranía. Estas ideologías de renacimiento individual y comunitario están consolidadas de muchas maneras en las tradiciones religiosas sectarias que dieron origen a Estados Unidos.
En este particular, sí es posible definir un excepcionalismo que explica mentalidades y acontecimientos, al igual que en el acceso a las armas, sin cambios sustanciales y efectivos desde el siglo XIX. A ojos de los europeos, acostumbrados a una definición del Estado como poseedor del monopolio de la fuerza, atemperados por siglos de guerras civiles y revoluciones, resulta incomprensible que un joven de veinte años pueda coger el fusil semiautomático de su padre, bajo todos los conceptos un arma de guerra, se suba a un tejado y dispare al presidente.
Esta escandalosa familiaridad con las armas, la interiorización individual y social del derecho de posesión y custodia, tiene su correlato en el derecho a la autodefensa, al margen de los aparatos de poder estatal. La segunda enmienda a la Constitución, añadida solo cuatro años después de su promulgación, en 1791, definió «el derecho de la gente a poseer y guardar armas», a fin de asegurar la organización de milicias, «imprescindibles para la seguridad de una nación libre», según la redacción de Alexander Hamilton. El contexto en que se expresa, nada menos que como enmienda constitucional, parte de la carta de derechos, el famoso Bill of Rights que pretendió proteger a los ciudadanos de los excesos futuros de un Gobierno federal poderoso (este todavía no existía), mediante la enumeración de inmunidades y privilegios.
En el mismo corazón del sistema constitucional diseñado por los padres fundadores de Estados Unidos está reconocido el derecho «a portar y guardar armas». No es materia regulable más que desde el punto de vista del control (no del derecho) por el Gobierno federal y los Estados, y para muchos, hoy como ayer, resulta innegociable. Los derechos individuales no son materia de negociación, sino de regulación. Esta se ha intentado realizar de muchas maneras. En la época de la presidencia de Jackson (1829-1837), conocido duelista y superviviente de un intento de asesinato en el Capitolio a manos de un pintor desempleado, al que falló la pólvora de su pistola, aparecieron las primeras limitaciones al uso y posesión dearmas. En 1836 la corte de Tennessee enfatizó la diferencia entre el uso privado y legítimo y el contenido militar que traslucía la segunda enmienda: «Un hombre que porta durante cuarenta años su rifle todos los días mientras busca ciervos, alces o búfalos no se puede afirmar que porte armas; mucho menos se puede decir de un ciudadano privado que lleva una pistola bajo sus ropas o una lanza en su funda». Es poco probable que el intento de asesinato de Donald Trump cambie nada, pues los republicanos mantienen una firmeza en esta materia que se ha mantenido a pesar de los magnicidios que les han afectado, el último en 1981, con el intento de asesinato del presidente Reagan a manos de John Hinckley. Su escritora de discursos, la periodista Peggy Noonan, acaba de afirmar que, al menos, existe esperanza para el resto de la campaña electoral. Tras el intento de asesinato de Trump, lo peor que podía ocurrir ya ha acontecido. Esperemos que sea así.
es historiador y miembro de la Academia europea
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