pincho de tortilla y caña
Vuelta al cole
En la próxima catástrofe, serán los niños quienes nos tengan que explicar dónde estaba la salida de emergencia
Oración al dios de la lluvia
La batalla final
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Iniciar sesiónRecuerdo la vuelta al cole, siendo niño, como un grave atentado a la libertad individual y, siendo padre, casi como todo lo contrario. Ahora contemplo el espectáculo desde la distancia. Algunos padres jóvenes que tengo alrededor relatan su experiencia de estos días como una catástrofe doméstica de proporciones épicas ... . A sus hijos, sobre todo si son adolescentes, les parece una imperdonable violación de los derechos humanos que les saquen de la cama a las siete de la mañana, y aún les parece más imperdonable que les obliguen a ponerse un uniforme que les viene grande y que provocará, «con absoluta seguridad», el hazme reír de sus colegas. Las manifestaciones de protesta convierten los desayunos en terribles emboscadas. ¡A qué padre con entrañas se le ocurre inscribir a su hijo en una actividad concreta –por recomendable que le parezca– sin haberse asegurado antes de que el vástago en cuestión iba a coincidir allí con sus amigos! «¿Qué pretendes, mamá, convertirme en una friki solitaria y encima que vaya vestida con una ropa que me hace gorda?». La madre que me contaba su peripecia doméstica hablaba en términos que harían palidecer el relato de un seal después de una acción de combate. Así las cosas, ahora se anuncia un plan para que los escolares reciban formación obligatoria en emergencias climáticas y protección civil. La idea me inquieta. Si los jóvenes aprenden a sobrevivir a los incendios, las olas de calor o las inundaciones, ¿no aprovecharán ese adiestramiento para sortear las escaramuzas educativas de sus padres? Me tranquiliza pensar que el experimento tiene pocas posibilidades de salir bien. Imaginen la escena: un maestro de Tercero de primaria, con pizarra digital, explicando cómo construir un plan de evacuación durante un incendio forestal a unos niños que apenas logran mantener la sangre fría al evacuar el aula cuando suena el timbre del recreo. El trasfondo de esta medida revela una de nuestras manías favoritas: delegar en la escuela lo que no somos capaces de resolver en casa. Queremos que los niños aprendan inglés, programación, inteligencia emocional, educación vial, reciclaje, y ahora gestión de catástrofes. Lo siguiente será que sepan reparar el carburador del coche o redactar los Presupuestos mientras meriendan galletas rellenas de chocolate. Lo más probable es que el plan se quede en folletos coloridos, simulacros mal organizados y algún reportaje en el telediario. Mientras tanto, los colegios seguirán con goteras, sistemas eléctricos que se funden al encender dos proyectores a la vez y patios sin sombra donde los niños se fríen como salmonetes. Además, que un chaval de 12 años sepa reaccionar con más sensatez que muchos adultos en medio de una catástrofe no tiene por qué ser una buena noticia. De poco servirá que ellos aprendan a ponerse a salvo si nosotros seguimos sin limpiar los montes, emitiendo CO2 o urbanizando barrancos como si fueran solares del Monopoly. Pincho de tortilla y caña a que, cuando llegue la próxima catástrofe, serán los niños quienes nos tengan que explicar dónde estaba la salida de emergencia.
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