pincho de tortilla y caña
Resaca
En los gritos de Navidad coexisten la esperanza y la decepción. Ayudar a que la una sobrepuje a la otra también ayuda a que la nuestra no se extinga
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Escribo estas líneas el día de la resaca. Han quedado atrás los festejos de Nochebuena y Navidad y el campo de batalla aún es un paisaje devastado. Las magulladuras de la contienda me tienen entumecido. El peor momento no fue el de la conversación ... multitudinaria de la sobremesa a pesar de que, al grito de «nenaza el que no lleve al límite su capacidad pulmonar», los gritos arrasaban los tímpanos como oleadas de napalm y en su trayecto de oreja a oreja carbonizaban la masa encefálica del cogote. Tampoco fue lo más duro el concurso de villancicos, por mucho que a uno de mis cuñados, a falta de zambomba, le diera por aporrear un cajón como si fuera el último acto vandálico que iba a poder permitirse el resto de su vida. Dios no le ha llamado por el camino del ritmo, aunque debo decir en su descargo que el orfeón familiar no afinaba una nota ni por casualidad. Alguien debería explicarles que cantar y berrear son actividades distintas.
El bullicio, sobre todo si alcanza la categoría de fuerza 5, suele interpretarse como síntoma de diversión. Cuanto más estridente sea el alarido de la tribu más cojonudo es el plan. Suele darse por buena la teoría de que existe una relación directa entre el contoneo epiléptico del danzarín y su entusiasmo interno, incluso en el caso de que el alcohol aún no haya tenido tiempo de llegar a la sangre. Mi experiencia me dice, sin embargo, que nada de eso suele ser verdad. El peor momento de la Navidad es aquel en el que te das cuenta de que el fragor de la batalla esconde actos heroicos de valerosos voluntarios que acuden a la refriega por mantener viva la tradición de no defraudar las expectativas de los más pequeños. En una encuesta previa, que para evitar líos realicé fuera del ámbito familiar, constaté que un número nada despreciable de adultos –me atrevo a afirmar que casi la mayoría– acude a la charanga de las panderetas navideñas por imperativo moral. La frase más repetida fue «hay que hacerlo por los niños». Y, francamente, no me parece una respuesta dramática. Se trata de una razón lo bastante noble como para colmar la exigencia sobrenatural que nos impone a los católicos el espíritu de estas fechas.
Algunos ya sabemos que al otro lado de la niñez la vida no es como la habíamos imaginado y que la ilusión que brilla en los ojos de las fotos antiguas suelen ser reflejos de estrellas fugaces. A veces tengo ganas de zarandear los hombros de los niños para que entiendan que, con el paso del tiempo, muchos de sus deseos se transformarán en cicatrices, pero luego pienso que si alguien hubiera hecho eso conmigo le hubiera abierto en canal con mi espada de madera. En los gritos de Navidad coexisten la esperanza y la decepción. Ayudar a que la una sobrepuje a la otra, aunque sea en los demás, también ayuda a que la nuestra no se extinga del todo. Pincho de tortilla y caña a que aún podemos encontrar dentro de nosotros mismos al niño que fuimos una vez si sabemos buscarlo en medio de la jungla.