pincho de tortilla y caña
La pajarita y el mono
No he conocido a nadie que exhiba en su escudo de armas los emblemas de la excelencia y el esfuerzo que haya sido una mala persona
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Iniciar sesiónEscribir sobre un ídolo de la infancia es casi lo mismo que investigar sobre uno mismo. Mi número favorito es el 8 porque él lo llevaba en la camiseta cuando el Madrid ganó la primera copa de Europa de la que fui testigo. Tenía once ... años y vi el partido por televisión. Desde entonces, mi memoria ha ido despedazándose poco a poco y muchos recuerdos, como trozos de memoria gangrenada, han quedado sepultados en el olvido.
Puede que la demencia senil acabe engulléndolos casi todos, pero estoy seguro de que, cuando llegue mi hora, aún sabré recitar de carrerilla la alineación de aquel equipo que derrotó al Partizán por dos goles a uno en Bruselas. Todo parecía perdido. Faltaban veinte minutos para que acabara el partido y el Madrid perdía por un gol a cero. Entonces apareció él, el gallego sabio, el brujo, el que según decía Matías Prats en las narraciones deportivas llevaba el balón atado a su bota con una guita, y dribló a su marcador, se plantó frente al portero y lo batió de un tiro raso. En ese instante decidí que iba a ser mi héroe, como lo eran el cabo Rusty, el llanero solitario o el sargento Gorila. Aunque el gol de la victoria lo marcó Serena casi desde el centro del campo, mi cabeza no paraba de reproducir una y otra vez la jugada del gol de Amancio.
Los héroes son el último recurso frente a la calamidad. Cuando apenas queda sitio para la esperanza, aparecen ellos y resuelven el problema con un acto de valor, jugándose el pellejo. No tienen superpoderes o cualidades sobrehumanas que les hagan invencibles. Amancio era un temerario. Enfilaba el área y driblaba las tarascadas de los defensas a sabiendas de que una de ellas podía enviarle a la enfermería. Era chupón y no bajaba a defender, pero sus compañeros sabían que podían confiar en él cuando las cosas iban mal dadas. Su clase, ese don misterioso con el que los dioses premian a sus elegidos, le permitía hacer malabares inverosímiles con el balón. Pero él sabía que eso no era suficiente para ser el mejor. Después de una dolorosa derrota en la Copa de Europa, declaró: «Lo que se necesita para estar donde se merece este club es no creer que se gana con la pajarita puesta; o te pones el mono de faena o te llevas un disgusto». Nunca olvidé esa lección.
No he conocido a nadie que exhiba en su escudo de armas los emblemas de la excelencia y el esfuerzo que haya sido una mala persona. Amancio era un tipo de primera. Guasón, cauto, leal y comprometido. Tuve la suerte de compartir con él mesa y mantel, partidas de mus y tertulias de fútbol. Me contó que llegó al Madrid por empeño de Bernabéu y que hubiera soportado el banquillo sin rechistar si le hubieran prolongado su contrato una temporada más cuando la edad pesaba más que el dinero. Pincho de tortilla y caña a que, en el cielo, San Pedro ya le ha firmado uno a perpetuidad.
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