pincho de torilla y caña
Oración de Adviento
La espera de la Navidad, vista entre las bambalinas del mundo adulto, se parece poco al espectáculo que se contempla desde la platea de la infancia
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Iniciar sesiónAdviento significa llegada. Es un tiempo de espera. El eco de esa palabra me traslada a la infancia, cuando todo lo bueno estaba por llegar. Iba a hacerme mayor, a descubrir lugares que nunca hubieran sido explorados por el hombre, a convertirme en un gran ... escritor, a dejar una huella indeleble en la corteza del tiempo. Cada año, el regreso de la Navidad me animaba a creer que los sueños se cumplen. Hasta que llegara el momento de crecer y de explorar tierras vírgenes, todo lo que cabía esperar era que volviera a encenderse la luz de aquella estación maravillosa –la quinta estación del año, dice Garci– en la que las calles se engalanaban con bombillas de colores, los pajes de Oriente aguardaban en Galerías Preciados a que les diera mi carta a los Reyes Magos, la pinocha del abeto adornado con bolas y espumillón se desangraba en el suelo de casa, el tocadiscos repetía machaconamente «pero mira como beben los peces el en río» y del horno de la cocina salía el aroma inconfundible a pavo acribillado a inyecciones de coñac que anunciaba la inmediatez de la Nochebuena.
La espera nunca defraudaba. Los ritos de poner el Belén con montañas de corcho, de vestir la mesa con manteles de fiesta, de robar a hurtadillas los polvorones mal escondidos en la despensa, de escuchar a los niños de San Idelfonso canturreando el sorteo de la lotería o de abrir los primeros regalos la noche del 24, antes de que el 6 de enero entonara la retreta escolar, se repetían invariablemente cada año, siempre con ilusión equivalente. Ningún Adviento de mi infancia acabó en desencanto. Eso me hizo creer que todas las esperas, también las de la vida pagana, tendrían el mismo final. Pero enseguida descubrí que no era cierto. A veces, no muchas, gracias a Dios, el partido del domingo en el Bernabéu se saldaba con derrotas dolorosas, la madurez que debía llegar al soplar las velas del siguiente cumpleaños se convertía en el Godot de Samuel Becket que nunca acude a la cita, la niña de trenzas doradas de mis entretelas acababa bebiendo los vientos de un canalla, la enfermedad del pariente enfermo desembocaba en funeral y el espejo del cuarto de baño me devolvía la imagen de un hombre distinto al que había imaginado. Ningún Adviento volvió a ser como yo lo recordaba.
La espera de la Navidad, vista entre las bambalinas del mundo de los adultos, se parece poco al espectáculo que se contempla desde la platea de la infancia. Tal vez sea ese el problema. Ahora ya sabemos que no todas las ilusiones se cumplen y que al otro lado de los trajes elegantes y de las uvas de fin de año no nos aguarda la vida que soñábamos cuando éramos pequeños. Pero el Adviento no trae solo promesas terrenales. Las más importantes no se refieren a este mundo. Pincho de tortilla y caña a que si lo miramos con otras gafas volveremos a percatarnos de lo que está a punto de suceder.
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