pincho de tortilla y caña

Miedo

El catálogo de riesgos es casi inagotable. Y da mucho miedo. Ese es el sello distintivo de los tiempos que corren: el pánico al futuro

Estar informado se está convirtiendo en un deporte de riesgo emocional. La culpa no es de los periódicos, desde luego –ni de la radio o la televisión, que padecen la misma patología–, sino de una sociedad que está instalada en el miedo. No hay un ... solo día en que no se publiquen, con grandes alharacas, noticias de tinte catastrofista. Al reloj del fin del mundo le faltan segundos para apurar su fatídica cuenta atrás. La furia de la naturaleza, irritada por los malos tratos que le inflige la humanidad, se apresta a asestar el zarpazo final. El mundo agoniza. La esfera escondida en el centro de la tierra ha comenzado a girar en dirección contraria. Terremotos descomunales nos aguardan a la vuelta de la esquina. La estupidez de algunos científicos amenaza con desatar nuevas pandemias que nos devolverán al horror de los confinamientos. La guerra nuclear planea sobre nuestras cabezas como un buitre que huele la carroña. El dedo índice de Putin está cada vez más cerca de apretar el botón rojo que convertirá el planeta en un camposanto.

El catálogo de riesgos es casi inagotable. Y da mucho miedo. Ese es el sello distintivo de los tiempos que corren: el pánico al futuro. Lo explica muy bien, en su último ensayo, el filósofo Gregorio Luri. Él sostiene que a lo largo de la historia siempre se ha temido a los bárbaros del otro lado de la frontera, pero que ahora se ha instalado la idea de que lo bárbaro reside en el interior de nosotros mismos. Cada ser humano es el exterminador que hace sonar las trompetas del Apocalipsis. La gran amenaza de nuestra época es el hombre. Por primera vez hay gente que se plantea que lo que hay que hacer es no tener hijos para cuidar el planeta. Algunos incluso formulan en voz alta el deseo de que desaparezca la raza humana como solución para salvarlo. El pesimismo está tan arraigado en la sociedad contemporánea que muchos de los 'best-sellers' y de las series televisivas que baten récords de audiencia describen paisajes postapocalípticos. Si a alguien se le ocurre ser feliz cuando avizora el futuro es que es un pobre gilipollas mal informado. Mucho me temo que ese es mi caso.

No me importa reconocer que soy cagueta. Cuando era pequeño y leía a San Juan pensaba que el mundo estaba dando sus últimas boqueadas. Cada vez que se desataba una tormenta furibunda o soplaba un gran vendaval me daban ganas de esconderme debajo de la cama y taparme los oídos. Hasta que un día, en la Universidad, escuché una conferencia de Leonardo Polo, uno de los grandes filósofos que ha tenido España en el último siglo, y me convenció de que era inútil preocuparse por aquello que no forma parte de nuestra jurisdicción. Aprender a vivir sin miedo exige un cierto olvido de la naturaleza. Si tuviéramos presente en todo momento la idea de la muerte apenas seríamos capaces de sonreír. Pincho de tortilla y caña a que, cuando hayamos muerto, la vida seguirá abriéndose camino a pesar del augurio de los más pesimistas.

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