pincho de tortilla y caña

La ignorancia de los sabios

Me tranquiliza saber que verdades trascendentales que nos interrogan desde que nacemos no repugnan a la razón ni son explicables por ella

Siempre he creído que lo que movió a los tres sabios de Oriente a ponerse en camino para adorar a un Niño en tierras lejanas no fue la fe de los judíos –ellos eran paganos–, sino la conclusión científica, y por lo tanto racional, a ... la que llegaron a través de sus propios estudios. Como eran astrónomos escrutaron el lenguaje del firmamento, establecieron sus conjeturas y se pusieron en marcha. El relato evangélico de Mateo da a entender que algo inesperado les sucedió cuando llegaron a Jerusalén. La estrella que les había guiado desapareció y los viajeros se quedaron a oscuras. Herodes convocó a los mejores exégetas de las sagradas escrituras para que les ayudaran a identificar el lugar al que debían dirigirse y así fue como la fe y la razón colaboraron juntas, por primera vez, para llegar a la verdad de Belén. Luego la estrella reapareció y les confirmó que habían hecho un buen trabajo.

Mateo afirma que los tres sabios, después de adorar al Niño, fueron advertidos por un ángel de que Herodes pretendía matarlo y rompieron la promesa de regresar ante él para informarle de su paradero. Lo que el evangelista no cuenta es la cara que se les quedó cuando descubrieron que el ungido que andaban buscando había nacido en un establo. Siempre he supuesto que para los hombres más instruidos tiene que ser frustrante no entender la lógica de Dios.

Después de los reyes magos ha habido otros muchos estudiosos que han utilizado la razón para orientarse en el camino de la fe. Uno de los ejemplos contemporáneos inevitables es el del recién fallecido Benedicto XVI, probablemente el Papa más teológico de los últimos siglos. Él también experimentó, aunque en circunstancias muy distintas, la dificultad que entraña entender la lógica divina. La anécdota es muy conocida: cuando visitó el campo de Auschwitz, en mayo de 2006, y se detuvo ante el muro de la muerte donde los nazis ejecutaron a miles de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, elevó los ojos al cielo y formuló en voz alta una pregunta que sacudió los cimientos de la lógica cristiana: «¿Por qué, Señor, permaneciste callado?, ¿cómo pudiste tolerar todo esto?». Para un teólogo sinceramente convencido de que es posible razonar y explicar a Dios, lanzar al aire esa pregunta, sabiendo que no existe una respuesta comprensible para el ser humano, tuvo que suponer todo un desafío.

A mí me tranquiliza saber que algunas verdades trascendentales que nos interrogan desde que nacemos no repugnan a la razón pero tampoco son explicables por ella. Me ayuda a sentirme menos idiota cuando ese tema de conversación sale a relucir en las tertulias con mis amigos. Pincho de tortilla y caña a que el niño que trataba de meter en un agujero de la playa toda el agua del océano cuando San Agustín se devanaba los sesos por meter en su cabeza la idea de la Santísima Trinidad era el mismo que les explicó a los Reyes Magos que ni siquiera los sabios pueden entenderlo todo.

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