pincho de tortilla y caña
Fin de fiesta
Ya no hay que poner buena cara durante las celebraciones horrísonas de la familia política. Y a veces de la sanguínea
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Iniciar sesiónLo mejor de que acabe la Navidad es que al fin podemos regresar al paisaje habitual de nuestra vida. Para empezar, la casa recupera su aspecto genuino. Lo del árbol está bien, y hace ilusión llenarlo de luces y bolas de colores cuando doblamos el ... cabo de diciembre, pero la verdad, por iconoclasta que sea, es que acaba siendo un pegote en el cuarto de estar que constriñe el espacio y obliga a bordear de perfil los sillones del tresillo. La decoración navideña no favorece el confort. Tampoco embellece el panorama. De la estantería cuelgan unas botas de fieltro con pliegues rojos y blancos, como mandan los cánones indumentarios de Papá Noel, que dificultan el acceso a los libros. De un mueble esquinero, coronado con una guirnalda de abeto, cuelgan unas bombillas multicolor que parpadean como luciérnagas de discoteca y en el centro de la mesa del comedor hay unos candelabros que parecen mamotretos diseñados por elfos. Y eso por no hablar del emplazamiento de la mesa auxiliar, vestida con papel brillante, donde se monta el belén. Como lo suyo es que quede a la vista, normalmente obliga a recolocar los veladores y los sofás de la zona más noble del salón, que acaba reconvertido en una suerte de almoneda abigarrada de trastos amontonados a la buena de Dios. Por fortuna, después de Reyes llega el momento de devolver a sus cajas las bolas, el abeto, las guirnaldas luminosas, las botas de Santa Claus y los corchos y las figuras del nacimiento. Todo vuelve a su sitio y la casa recupera su aspecto habitual. Algo parecido pasa con los sentimientos. Uno de los regalos intangibles de los Reyes Magos es que podemos recuperar los esquemas ordinarios de nuestra conducta interior. Ya no hay que poner buena cara durante las celebraciones horrísonas de la familia política. Y a veces de la sanguínea. Durante las fiestas entra en vigor el decreto social que obliga a brindar por la alegría y la unión de la parentela. No digo que sea un brindis inadecuado. Aún conozco a mucha gente que aborda la vuelta a la rutina laboral en medio de horribles alifafes melancólicos porque saben que hasta el año siguiente no volverán a reunir a todos sus seres queridos en torno a la misma mesa. Les envidio. Por desgracia tengo para mí que no son la mayoría. El común de los mortales vemos con alivio que decaiga por fin el decreto de las sonrisas impostadas y los vivas a una unidad imaginaria. No quiero decir que todo sea fingimiento y fractura emocional. Lo que digo es que cuando embalamos los adornos también ponemos a buen recaudo las heridas que hemos tenido que disimular durante la quinta estación del año. Y al hacerlo, imbuidos todavía de ese extraño espíritu que a pesar de todo sobrepuja el influjo de los malos sentimientos, acunamos la esperanza de que el año siguiente, cuando volvamos a subir del trastero los cachivaches navideños, no tengamos que hacer el esfuerzo de sonreír sin ganas. Pincho de tortilla y caña a que no encontrarán un significado de la Navidad mucho mejor que este.
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