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pincho de tortilla y caña

Después de Franco, la democracia

La duda, hace cincuenta años, no era si llegaría la democracia, sino cuándo

Vivir en zapatillas

La pedrada del adiós

Luis Herrero

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Frnaco fue un dictador que sabía que la dictadura no le sobreviviría. Su caída era una apuesta segura. Javier Cercas, en el artículo que firmó el domingo pasado en 'El País', se asombraba por el hecho de que mucha gente siga creyendo que la democracia ... era inevitable. Su tesis es que no fue un don, sino una conquista. Yo le planteo, como respuesta, una enmienda transaccional: digamos que era una conquista inevitable. La duda, hace cincuenta años, no era si llegaría o no, sino lo que tardaría en llegar y el precio que habría que pagar por ella. Sólo unos pocos, algunos de ellos con mucho poder –eso es verdad– creían que era posible prolongar el franquismo después de Franco. La mayoría social de la España de los setenta, una buena porción de los dirigentes del partido único (los llamados 'aperturistas') y toda la oposición extra muros del Régimen compartían el mismo anhelo de traer la democracia al único país de la Europa occidental que carecía de ella. El gran problema consistía en que no todos estaban de acuerdo en el modo de conseguirlo. Los de la clandestinidad eran partidarios de la ruptura. Dicho a lo bruto, su plan consistía en embarcar en una fragata en Cartagena al rey impuesto por el dictador, incendiar en una pira todas las leyes emanadas del franquismo y poner en marcha un proceso constituyente que diera lugar a un edificio democrático de nueva planta sin vínculos de ninguna clase con el pasado reciente. El heredero a título de Rey no era de la misma opinión. Seguir los pasos de su abuelo no le hacía ninguna gracia, desde luego, pero además temía –no sin motivo– que una solución de esa naturaleza pudiera acabar en un enfrentamiento con derramamiento de sangre. Torcuato Fernández-Miranda le había convencido, mucho antes de que el corazón del dictador dejara de latir el 20 de noviembre de 1975, de que el mejor camino para conquistar la democracia consistía en ir de la ley a la ley. El encargado de convencer a socialistas y comunistas de que le dieran una oportunidad a la opción regia fue Adolfo Suárez. No deja de ser curioso (y muy revelador, si se miran las cosas con ecuanimidad) que fueran dos antiguos ministros del Movimiento el ideólogo y el ejecutor de su desmantelamiento. Frente a la ruptura, la reforma. Ese era el plan. Ni Carrillo ni Felipe González creían en él, pero los dos se comprometieron a no torpedearlo inmediatamente. Ambos concedieron un plazo de tiempo antes de poner en marcha su plan alternativo. Lo asombroso, sin embargo, es que la estrategia juancarlista funcionó y la conquista de la democracia pudo lograrse de forma pacífica gracias al consenso de todas las partes implicadas en el intento. El artículo de Javier Cercas concluye diciendo que no sabe qué diablos estamos celebrando estos días. Yo sí lo sé. Estamos celebrando que hace cincuenta años unos pocos, con el apoyo de la mayor parte de los ciudadanos, hicieron posible lo improbable. Pincho de tortilla y caña a que, de todas las celebraciones retrospectivas posibles, esta es la más razonable de todas. Aunque a una parte de la izquierda le toque las narices.

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