pincho de tortilla y caña
El Cristo de la supervivencia
Entendí entonces que la muchedumbre aborrega al individuo
Vista a la izquierda (29/03/2023)
Sicofonía nostálgica (23/3/2023)
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Iniciar sesiónLos dos libros que marcaron mi infancia fueron 'Robinson Crusoe' y 'Orzowei'. Mi madre me los leía en voz alta, cada noche, para aliviar una larga convalecencia que me retuvo en la cama durante varios meses. Supongo que eligió aquellos dos títulos para hacerme ... entender que mis alifafes eran muy poca cosa en comparación a la dureza de las adversidades que tenían que enfrentar los protagonistas de las aventuras que hojeábamos juntos. Me gustó mucho la del náufrago solitario, pero todavía disfruté más con las andanzas del niño abandonado en medio de la selva que debe superar terribles pruebas de iniciación para ser aceptado por la tribu que lo encontró perdido en la espesura africana. Enseguida me identifiqué con él. No era mucho mayor que yo cuando los Swazi recubren su cuerpo con un pigmento blancuzco que solo desaparece con el paso del tiempo y lo abandonan en medio de la jungla hasta que pueda volver, convertido en guerrero, sin restos de pintura. Mi enfermedad también me había hecho palidecer y solo el tiempo y el sufrimiento –no mucho en mi caso, si soy sincero– podían restaurar mi aspecto habitual.
El experimento materno funcionó. No solo le cogí cierta afición a la lectura, sino que empecé a imaginar trucos propios para sobrevivir como Orzowei al ninguneo que lleva aparejado, quiérase o no, ser el tercero de seis hermanos. Pensé en huir de casa en un caballo, pero no hallé el modo de encontrar ninguno. Mi idea de la supervivencia, desde entonces, se volvió más difusa, aunque nunca dejé de entenderla como un reto estrictamente personal. Debían ser mis decisiones, y no las de otros, las que guiaran mis pasos. Por entonces cayó en mis manos, también por mediación materna, una edición de los evangelios. Cuando los leí por primera vez me escandalizó el relato de la Pasión. La misma muchedumbre que saludó con vítores la entrada triunfal del Mesías en Jerusalén se transmutó, cinco días después, en la turbamulta que exigía su crucifixión. Entendí entonces que la muchedumbre aborrega al individuo y que la voluntad de unos pocos es capaz de arrastrar con frecuencia a las de todos aquellos que quieren sobrevivir escondidos bajo el paraguas de la mayoría.
El otro día, leyendo la columna de Raúl del Pozo, supe que en Cuenca hay madrugadores que, empapados en aguardiente, se convierten en actores callejeros que persiguen a gritos al Nazareno camino del calvario. Esa costumbre me parece más respetuosa con la historia que la de todos aquellos que buscan en la teatralidad de las procesiones una disculpa emocional para rendir homenaje a las señas de identidad de una fe religiosa que no significa nada en sus vidas. Probablemente, después de escuchar una saeta, aún con la piel de gallina, entrarán en el bar más cercano y pedirán una ración de jamón y un vaso de manzanilla. Es su forma de rezar al Cristo de la supervivencia. Pincho de tortilla y caña a que, de haber podido, el centurión que le ordenó a Longinos la última lanzada hubiera pedido una de calamares a la romana.
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