La tercera
Mi «otro poema de los dones»
Quiero dar las gracias al infinito laberinto de los efectos y las causas, o sea, al Dios de mis padres y mis antepasados
En la frontera (25/9/2023)
Cuba, expatria (22/9/2023)
Luis Alberto de Cuenca
Hay un poema de Borges que es como uno de esos gabinetes barrocos en los que se exhibían 'mirabilia', antecedente léxico de nuestra 'maravilla'. Pensemos en el gabinete de un Athanasius Kircher (1602-1680), sin ir más lejos, el jesuita alemán cuya producción paracientífica ... no deja de sorprendernos si optamos por abrazar una estética del delirio. El poema borgiano en cuestión se titula «Otro poema de los dones» y está inserto en su libro 'El otro, el mismo' (Buenos Aires, Emecé, 1969). Consiste en una letanía de las cosas de variado pelaje por las que al escritor argentino se le ocurre que debe dar las gracias a Dios en un determinado instante de su vida (porque solo un instante después habrían sido diferentes). A mí se me ha ocurrido entretenerles hoy con el abanico de maravillas que yo desplegaría al respecto si me preguntasen por los regalos que he recibido de la Divinidad, o al menos por algunos de ellos. Si me lo preguntasen 'hic et nunc', pues Heráclito tenía toda la razón cuando afirmaba que nunca nos bañamos en el mismo río y que, por tanto, todo fluye, y que ese incesante fluir es la razón de ser de cuanto existe. Copio literalmente el comienzo del poema de Borges y continúo enumerando los «dones» de mi cosecha. Les aseguro que este tipo de actividades gratulatorias resulta muy terapéutico y ayuda a mantener viva la memoria (y me refiero al arte de 'Mnemósine', no a la insufrible memoria 'democrática' que desquicia nuestras meninges con su sectarismo). «Mi otro poema de los dones», el de ahora mismo, cuando estoy a punto de finiquitar esta Tercera y reintegrarme a la gozosa lectura de la última novela de Michael Chabon, no el de mañana, ni siquiera el de dentro de unas horas, sino el de este momento, el genuino, reza como sigue.
Quiero dar, también yo, las gracias al infinito laberinto de los efectos y las causas, o sea, al Dios de mis padres y mis antepasados, al que es uno y trino a la vez, al Dios de Pablo, de Nicea y de Carlomagno, de santa Teresa y del apócrifo san Jorge, de la 'Summa Theologica' y de Trento, por haber creado el Universo y, en especial, un planeta azul llamado Tierra en el que escribo este poema una mañana lluviosa de 2023.
Por los dinosaurios, esos lagartos terribles y, a la vez, entrañables que fueron los reyes del planeta durante más de doscientos millones de años y que tanto nos cautivan a los 'pueria eterni'.
Por las magias y prestigios del Antiguo Egipto.
Por las magias y prestigios de la Antigua Mesopotamia.
Por Gilgamesh y Enkidu, que inventaron la amistad mucho antes de que Aristóteles escribiera su 'Ética a Nicómaco' y Cicerón su 'De amicitia'.
Por el planeta Marte y sus historiadores, entre los que destacan mis admiradísimos Edgar Rice Burroughs y Ray Bradbury.
Por Andrómaca, que, en lo alto de la muralla de Ilión, con su bebé Astianacte en los brazos, intenta en vano disuadir a Héctor de que se enfrente a Aquiles.
Por dos libros modernistas que me fascinan: 'Ninfeas' y 'Almas de violeta', de Juan Ramón Jiménez, dos libros que su autor persiguió injustamente con saña.
Por Adolfo de Moncada, conde de Roca, mi enmascarado favorito.
Por Val de Thule y por la rubia Aleta, que alguna vez reinó, inmisericorde, en las inhóspitas Islas de la Bruma.
Por el triángulo perfecto que forman Flash, Dale y Zarkov en las viñetas aventureras de Alex Raymond.
Por Euforión de Calcis, cuyos fragmentos edité para saber hasta qué punto odiaba la estética del hermetismo.
Por Lope de Vega, que me enseñó a resolver la ecuación entre poesía y vida.
Por el Marqués de Bradomín, feo, católico y sentimental.
Por mi abuela María de la Presentación, que me regaló unos 'Libros de caballerías españoles' cuya lectura marcó mi existencia cuando el mundo era joven.
Por Miriam Hopkins y Fredric March en 'El hombre y el monstruo' (1931), de Rouben Mamoulian.
Por John Wayne en 'Río Bravo' (1959) y en 'El Dorado' (1966), de Howard Hawks, y por 'Scarface, el terror del hampa' (1932), mi película favorita, dirigida también por Hawks.
Por el conde polaco Jan Potocki y su 'Manuscrito' encontrado en Zaragoza, y por Emina y Zibedea, las dos criaturas fantásticas más carnales de la literatura prerromántica.
Por el Tenorio de José Zorrilla, una pieza asombrosa y única.
Por Heinrich Schütz y Claudio Monteverdi, los dos más grandes músicos del siglo XVII.
Por Voltaire y por Mozart, los dos cerebros más brillantes del siglo XVIII.
Por Maximilien-François-Marie-Isidore de Robespierre, que sigue suscitando en mí devociones culpables y adolescentes.
Por Prometeo (el previsor), por su hermano Epimeteo (el imprevisor) y por Pandora y sus obsequios envenenados, que nos rescataron del aburrimiento inicial.
Por Sexto Empírico y sus 'Esbozos pirrónicos', la obra maestra de la Escuela Escéptica.
Por los tebeos españoles de los años 40, 50 y 60 del siglo pasado, que iluminaron e iluminan mi senda de lector con las antorchas de la felicidad.
Por los personajes de Shakespeare, que agotan el espacio de lo humano y nos representan a todos.
Por Virgilio y Horacio, que compartían una sola alma.
Por Calímaco de Cirene, bibliotecario y poeta, y por todos los demás epigramistas recogidos en las páginas de la 'Antología Palatina'.
Por Catulo, Propercio y Tibulo, que amaron a Lesbia, Cintia y Delia, y legaron sus perfiles a la eternidad.
Por los humoristas de la Generación del 27, con Enrique Jardiel Poncela a la cabeza, que amó de adolescente a Amparo Robles, una de las mujeres más importantes de mi vida.
Por Agustín de Foxá, conde de Foxá, que me enseñó a saber qué siente uno cuando está bajo tierra.
Por John Keats, esa «alegría para siempre».
Por san Bernardo de Claraval y san Francisco de Asís, los dos imprescindibles y los dos necesarios.
Por el amor 'che moveil sole e l'altrestelle', según Dante al final de su 'Commedia'.
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