LA BARBITÚRICA DE LA SEMANA

Roald Dahl es una patria

La vida no es justa, la literatura tampoco. De ahí mana la belleza de la obra del británico

La infancia está llena de monstruos o seres que percibimos como tales: maestras enfermas o desequilibradas que hacen el mal cada vez que gritan; madrastras o padrastros que exigen y golpean; compañeros que nos consideran gordos, tontos o simplemente distintos, y que no dudan en ... hacérnoslo saber. Con el paso de los años, todos ellos se transformarán en jefes o inspectores de Hacienda. Por eso aprendemos a sobreponernos: porque son el anticipo de lo que conseguiremos al traspasar la membrana de la niñez. Eso lo sabía Roald Dahl, el autor de 'Charlie y la fábrica de chocolate', 'Matilda' o 'Danny el campeón del mundo', esos clásicos que ahora se proponen reescribir por considerar ofensivas algunas de sus expresiones.

Roald Dahl nació en Gales, en 1916. En esa Europa en guerra, creció escuchando cómo el mundo venía abajo. Tenía apenas tres años cuando su hermana murió de apendicitis y su padre falleció por una neumonía. Tras pasar por dos institutos, llegó a Derbyshire, donde funcionaba la fábrica de chocolates Cadbury. Dahl, como el pequeño Charlie Bucket, soñaba con crear una barra de chocolate que asombrara al Sr. Cadbury, dueño del emporio chocolatero. Ya adulto, trabajó en la petrolera Shell y se alistó en la Aviación Británica. En 1940 se estrelló en la aeronave con la que sobrevolaba Egipto. Salvó la vida, pero quedó ciego durante ocho semanas. En 1953 se casó y tuvo cinco hijos. Una murió y otro cayó enfermo. Parecía que cuánto más le quitaba la vida, más Dahl ofrecía a cambio.

Quienes leyeron sus libros en la infancia fueron niños valientes y adultos capaces de defender el derecho a ser menos estúpidos. Que sus personajes sean bravos, que Matilda no se deje amedrentar por la despótica maestra; que el huérfano Danny aprenda a respetar y amar a su padre viudo o que Charlie Bucket se reponga de la pobreza y sueñe con confeccionar el mejor chocolate del mundo, todas y cada una de esas historias, remiten a un mundo que, aun siendo atroz como el que le tocó a Dahl, se reserva la última bala de la fortaleza. Cada relato suyo contiene fogonazo que se imprimió muy dentro del corazón de los que se descubrieron valientes leyéndolos.

Quienes intentan censurarlo para que no desentone con la actual cultura de la cancelación apenas comprenden el valor de sus palabras. Roald Dahl es una patria, una casa, una certeza. Ese lugar al que siempre habrán de volver sus lectores. No importa la edad que tengan. Sus personajes son niños adultos e invencibles. E incluso ya viejos, muchos queremos ser aún como ellos. Son únicos porque se gestaron en una vida brutal y extraordinaria. Aunque le pese a los nuevos inquisidores: la vida no es justa ni inclusiva. Es fea, está llena de pudrición, enfermedad, muerte y desigualdad. Por mucho que intenten asearlos, los relatos de Dahl serán la primera y más hermosa evidencia de que la vida hiede, engorda, desquicia y estropea.

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