LA BARBITÚRICA DE LA SEMANA
La fiesta de la insignificancia
La conversación se convirtió en descomposición
La primera muerte ocurre en el lenguaje (II)
Contra el rebuzno, desobediencia
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Iniciar sesiónUn escritor vuelve de un festival literario. Al autor lo distinguen sus galones, al festival también. Quienes comparten viaje con él –también escritores, así como periodistas y un reputado filósofo– escuchan el relato sobre los reproches que un lector le hace debido a su estilo ... complicado. A juicio de aquel lector, gacetilla o somnolencia son palabras difíciles y pretenciosas. El escritor se pregunta en voz alta cuánto se ha reducido el número de palabras dispuestas para la comprensión como para que dos sustantivos de uso común sean considerados complejos y, por tanto, objeto de reproche. El resto de los ocupantes del vehículo añaden esta o aquella intervención e incluso se llevan las manos a la cabeza. La conversación deriva en la constatación de la cada vez más evidente renuncia a la complejidad, la cotización a la baja de la ironía y ya ni hablar de la engorrosa tarea de hablar en metáforas.
Embutidos en esa furgoneta, llegamos todos a la conclusión que ya teníamos por separado. La literalidad todo lo ablanda hasta convertir la conversación en papilla, prácticamente en compostaje. Para hacerse entender, se eligen palabras que designan realidades complejas con significantes simples -facha, progre- o que, en su defecto, matizan asuntos antes claros y consensuados, pero que ahora entran en el terreno de la elección, entiéndase: género o grupo étnico. Alguien puede ser hoy racializado o fluido, por tanto a los niños se les llama niñes para sintetizar como materia indeterminada el objeto antes claro del debate. El campo semántico no sólo se reduce, sino que se homogeneiza hasta hacerse romo y vacuo. La conversación pública resuena hueca. No conduce al cambio ni al entendimiento sino a la percusión, la arenga o el himno, que son categorías planas poco dadas a la enjundia. Un «lololó» de la cosa pública que convierte el 'demos' en barra brava.
Hay un personaje de un relato de ficción escrito por Juan Bonilla que explica bastante bien este remedo. Se trata de una chica que cree que todos venimos al mundo con un número preciso de palabras que pronunciar y que cuando ese número se cumpla nos moriremos, claro, con la última palabra en la boca. Para acelerar el proceso, después de mucho tiempo en silencio, el personaje empieza a decir en voz alta, leyendo, todas las palabras del diccionario. Su delirante e inconexa declamación produce la risa en el lector, pero también un retrato bastante parecido a los foros públicos contemporáneos: desde la tertulia audiovisual a las justas de las redes sociales. Palabras simples, repetidas unas detrás de las otras, como en una pieza de Beckett.
Es el sinsentido que nos lleva a colocar en el centro asuntos accesorios. Por eso al autor, el de los galones, y a cualquier otro, acaban por censurarle aquello que requiera masticación y esfuerzo. Acabaremos desdentados, paladeando aquello que ya no signifique nada, fruto nosotros también de agentes descomponedores, abono para jardines ajenos, en resumidas cuentas, una pajita ecológica más para remover el trago en la fiesta de la insignificancia.
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