TRIBUNA ABIERTA

Murakami en Oviedo

La creación humana constituye el auténtico objeto del programa literario del autor japonés, premio Princesa de Asturias de las Letras

efe

Juan Luis Suárez

Estoy seguro de que los mil gatos callejeros de Oviedo han comenzado a hablar con los transeúntes, que los pasadizos escondidos en el Palacio de Camposagrado ya conducen a otros mundos, y que los cuadros de Zurbarán, Morales, Murillo y El Greco cuentan sus historias ... a los visitantes del Museo de Bellas Artes. Es probable que Kipchoge, el segundo maratoniano de la reunión, se haya hecho escritor siguiendo los consejos deportivos del maestro Murakami.

Todo esto debe de estar ocurriendo en Oviedo desde que llegó Murakami el 16 de octubre. No se trata de fenómenos especiales ni son el resultado de ninguna técnica literaria. Estas cosas ocurren cada vez que Haruki Muarakami se sienta a escribir sus ficciones. No son más que los efectos que la escritura provoca en las leyes de la física de Einstein.

Para comprender las leyes que rigen los mundos creados en la práctica de esta escritura solo hay que tener en cuenta que ésta es una actividad física, un entrenamiento, que se sucede día tras día, desde antes de la madrugada, siempre que Murakami está escribiendo una novela. Se levanta temprano, prepara un café mientras escucha las noticias en la radio y se pone a escribir durante varias horas. Y así todos los días, durante años, en una continuidad que solo interrumpen los programados viajes al gimnasio o la piscina y las desconexiones vespertinas para escuchar jazz.

La actividad física de Murakami consiste en adoptar un ritual ascético que incluye horas diarias de meditación –eso es su escribir– en las que el autor se convierte en explorador de su propia mente. Y esto lo hace con la escritura, por medio de esta herramienta de la introspección y la creatividad que le permite retirarse al interior de sí mismo e iniciar, cada mañana, un descenso a las profundidades de su propia mente, a la búsqueda de lo que los budistas llaman la verdadera naturaleza de la realidad. El ejercicio de escritura de Murakami no es otra cosa que la cotidiana constatación de la paradoja que Santa Teresa refiere en Las moradas del castillo interior: «Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es el ánima, claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro». Pues bien, el disparate es no darse cuenta de que solo la práctica constante permite desarrollar las habilidades para penetrar en la propia mente, una práctica que en el caso de nuestro autor japonés se lleva a cabo mediante el arte de la escritura.

Es en 'El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas', novela con la que Murakami ganó el premio Tanizakki en 1985, donde de manera más evidente la ficción sirve de vehículo para ilustrar los recovecos de este descenso al fondo de uno mismo. Allí tanto las emociones del protagonista como la tragedia de una vida sin ellas, en definitiva sin alma, se convierten en el tejido de su mundo ficcional. Después, los solitarios descensos a un pozo de muchos de sus personajes, como en el caso del retratista que protagoniza La muerte del comendador, se convierten no solo en una herramienta para la entrada a otros mundos y el triunfo, en 1Q84, de las leyes de la imaginación, las que contradicen el teorema de Einstein, sino en esa exploración de la mente en que consiste la creatividad humana.

La creación humana constituye el auténtico objeto del programa literario de Murakami. Sus novelas son profundas reflexiones acerca de la creación del ser humano por medio del arte de la escritura. Y esta creación de lo humano adopta la forma de una artesanía del yo en la que los resortes y habilidades de una práctica concreta, el escribir, ofrecen la posibilidad de hacer del propio cuerpo, de la pluma y del papel, o del ordenador, las puertas de acceso a la mente. Como dice Tengo, el protagonista de 1Q84, acerca de sí mismo, para él escribir equivalía a poder respirar.

No se trata solo de Murakami, Meryl Streep o Nuccio Ordine. Lo cierto es que, desde su primera edición, los Premios Princesa de Asturias –en casi todas sus categorías– nos han estado presentado un currículum actualizado del humanismo contemporáneo. María Zambrano ya en la primera edición de 1981, y luego Sebastião Salgado, Umberto Eco, Susan Sontag, Paco de Lucía, Antonio Damasio, Margaret Atwood, Martha Nussbaum, Annie Leibovitz, Anne Carson, Marina Abramovic, Amartya Sen, entre otros, son sobre todo grandes creadores. Todos ellos son ejemplos de un humanismo basado en la introspección, el esfuerzo constante para llegar al dominio de sus propias artes y en el ideal del que busca hacer su propia vida por medio de la actividad creativa. Son, en suma, los mejores exponentes de un humanismo actualizado, que vive en el mundo y que sigue fiel a la máxima humanista de buscar y mostrar el secreto que habita en el interior de cada ser humano.

Todos estos auténticos humanistas contemporáneos nos han hecho dos ofrendas. Por un lado, nos han ofrecido sus obras, que nos sirven para disfrutar, reflexionar y preguntar. También han sido esas obras las herramientas prestadas con las que en muchas ocasiones hemos superado las murallas externas de nuestro castillo interior. Pero es que además, y a veces los profesores nos olvidamos de ello, estos humanistas nos han ofrecido sus vidas, que en sus diversas actividades profesionales son el vivo ejemplo del ideal del humanista: la creación de sí mismo.

En el momento actual, en el que la sociedad occidental vive una nueva crisis de las humanidades y cuando el marketing de la inteligencia artificial nos intenta convencer de que no preciamos de la creatividad humana, los galardonados de los Premios Princesa de Asturias nos ofrecen, un año más, el ejemplo de sus creaciones y, con ellos, un currículum de humanismo contemporáneo.

Los deliciosos fenómenos extraordinarios que pueblan las novelas de Murakami, y que ahora ocurren en Oviedo, son el trasunto de lo que cualquier ser humano puede encontrar en el cultivo de su propia mente, en la práctica de su propia creación como ser humano. Y esto sigue siendo, creo yo, la misión del humanismo en el siglo XXI: enseñar, y aprender, a crearnos a nosotros mismos. Y por el camino hacer el bien.

SOBRE EL AUTOR
Juan Luis Suárez

es catedrático de Humanidades Digitales en la Western University de Canadá

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