la suerte contraria
Contra el verano
Ah, verano, ya vuelves con tu rutina descorazonadora, con esos capazos de esparto llenos de toallas saladas y de cremas calientes
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Verano, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Ve-ra-no: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar arriba hasta apoyarse, en el tercero, en la montaña alveolar, justo detrás de los incisivos. Ve-ra- ... no. Ya llegas de nuevo, con tu buena fama, con tu alegría desparramada, como de despedida de soltero, con tus campañas electorales planas como etapas del Tour; ya llegas para recordarme lo vulgar que puede ser la vida entre cubos de playa con restos de arena semihúmeda y el desalentador sonido del tráfico en una terraza de la estación de Chamartín, que, por cierto, cada día se parece más a Dubrovnik en 1991. Y, sobre todo, vienes a recordarme lo duro que es ser padre de familia al sur del paralelo 45 y la prueba de amor infinito que supone pagar una ingente cantidad de dinero para sufrir como nunca, para ese paseíto de tarde abochornada por avenidas marítimas atestadas de mercadillos fraudulentos, para ese helado de chocolate con 'topping' que mancha los vestidos blancos de las niñas rubias, las bicicletas estampadas, las brechas curadas con salitre, los hombros con quemaduras de tercer grado que parecen solomillos poco hechos, las coreografías de Aitana que bailan las adolescentes frente al espejo del baño…
Ah, verano, ya vuelves con tu rutina descorazonadora, con esos capazos de esparto llenos de toallas saladas, de cremas calientes y de tickets de chiringuitos con suelo de madera porosa que abrasa como un botijo en Écija. Ya llegas con tu piscina de hotel, con tus sonidos de chapuzones, de duchas heladas, de progenitores con peras en la mano persiguiendo infantes con flequillos beatleianos e hipotermia generalizada. Vuelves a mí en forma de mosquitos de selva nicaragüense, que parecen cóndores, vuelves en forma de visita de cuñado que no quería molestar para decirme que el mejor marisco está en Madrid y que Comillas ya no es lo que era desde que cerraron El Chozu y Pamara. Oh, verano fatal, llegas con tu cielo blanco y polvoriento como de película distópica, con tu estación de Metro de Diego de León, que no debe andar muy lejos del centro de la tierra, que, si escarbas, seguramente salga magma, con tus caravanas por el paso del Estrecho, con tus baños de estaciones de servicio en La Mancha, tus discotecas abiertas debajo del hotel y esas verbenas al fondo del umbral de tu sonido donde hay orquestas que cantan 'Chiquilla'. Llegas con tu mercado medieval y tu jabón para la psoriasis, con tu intento infructuoso de leer el periódico en la playa en medio de un vendaval de arena que forma un extremo derecho que se desmarca a tu vera, verita, vera. Y, sobre todo, llegas para recordarnos lo felices que volveremos a ser disfrutando de nuestro otoño burgués, de los partidos de la Champions, de los museos, de las cenas con los colegas los primeros jueves del mes entre una lluvia fina que pide a gritos una chaqueta, un botellín de cerveza, un poco rock and roll y la inmensa belleza de una vida sin lino ni sandías.