LA HUELLA SONORA
La perfecta alegría
A por los ingleses. Y, ya que estamos, a por la vida
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Iniciar sesiónAndaba posponiendo la tristeza como quien pospone una alarma. Apretaba el botoncito naranja de la pena cada cinco minutos, como pidiéndole que se fuera, pero que volviera en un rato, a ver si podía atenderla. Porque tampoco quería descartarla ni olvidarla: no era mi intención ... huir. Me conformaba con decirle que no era buen momento, que volviera más tarde, que el señor no se encontraba. Esto de no poder ponerse triste porque tienes demasiado trabajo tiene un punto curioso. Pero me preocupa el punto patético. Estar triste no puede convertirse en un punto en el orden del día, algo entre domiciliar el IVA y colgar los cuadros de una maldita vez. Creo que debería tener tiempo, al menos, para estar triste. No digo un poco triste, ni tampoco bastante triste: digo muy triste, triste del todo, triste infinitamente. Cuando la tristeza llega, necesito sentirla apretándome ese punto entre las amígdalas y los oídos, ese punto previo al llanto que me recuerda que sigo vivo y que esto va en serio. Solamente sintiendo de verdad el dolor, puedo comprenderlo. Y como comprender es perdonar, ahí se comienza a transformar en aprendizaje, es decir, en sonrisas, arrugas y estilo. Pero para eso hay que tirarse en la cama el tiempo necesario: un día, después otro y después otro más. Completamente solos, en la cueva, tú y tu tristeza. Frente a frente, desnudos y sin distracciones.
«El sufrimiento forma parte del fútbol y de la vida». Lo dice Luis de la Fuente
Y a partir de ahí la honestidad salvaje de saber si eres culpable o víctima, valiente o cobarde, lobo o cordero. En mi caso se trata de saber si me he movido inspirado por el Espíritu Santo o me he movido despreciando sus señales. Es decir, si mis actos tienen un origen divino o de negación de lo divino. La respuesta es difícil. El caso es que llevaba un mes pensándolo y aún no había llegado a una conclusión. Y la tristeza empezaba a acomodarse en la sala de espera, junto a la cómoda. Lo hacía sin dar el cante, de modo discreto y lento, como ese punto de la tarde que ya empieza a ser víspera de nada. Espero así una respuesta, una indicación que me absuelva o me condene. Preferiría la absolución, está claro, pero tampoco pasa nada si no llega: lo que se busca en todo caso es la sentencia que de sentido a la penitencia y al propósito de enmienda. Justo entonces me manda un mensaje Teresa, que me dice que una vez escribí algo que le llegó al alma: «Hablabas de cuando la gente te consuela con frases hechas, como que un clavo saca otro clavo, que todo se supera con el tiempo y cosas así. Y tú escribías que eso es mentira, que los clavos los llevamos nosotros mismos, atados a nuestra cruz. Así que carguemos un rato nuestra propia cruz y pasemos tranquilamente por el dolor. Que no siempre hay que ir de puntillas o salir corriendo a otra cosa».
Confieso que jamás pensé que la respuesta a mi pregunta me la fuera a dar yo mismo a través de persona interpuesta. Pero, en todo caso, eso lo cambió todo. Pensé en la perfecta alegría franciscana, que no es otra cosa que la humildad y la paciencia para aceptar las pruebas con serenidad, solo por el hecho de que se tiene fe. Fe y obediencia van juntas porque la fe es la confianza en que lo que nos mandan tiene sentido. Ahí entra la obediencia y, como corolario, la alegría. Comprendí de golpe que la tristeza no es una anomalía entre dos periodos de felicidad, ni mucho menos un imprevisto que solucionar precipitadamente. La perfecta alegría es rendirse y cumplir tu parte del trato, aunque aún no tengas ni idea de cuál es. A ser posible con una cerveza muy fría, unas gafas de sol muy negras y sin dar el coñazo.
Como siempre hay alguien que lo dice mejor, escucho a Luis de la Fuente decir que «la gente joven debe saber que no hay logros sin sufrimiento. El sufrimiento forma parte del fútbol y de la vida». Y aclara que se persigna antes de cada partido porque tiene fe. Bien, Luis. Eso mismo intentaba decir yo, torpemente. Así que mejor me callo, me hago la señal de la Cruz en la frente como cuando me bendecían por las noches y salgo de la cama en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. A por los ingleses. Y, ya que estamos, a por la vida.
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