la huella sonora
Blanco y Negro
Hay un puesto en el Rastro que hace esquina. Dentro, una inmensa pila de revistas Blanco y Negro. Compro varias y luego me paso la semana leyéndolas despacio y sin rumbo, como un solo de trompeta
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Iniciar sesiónÁngel Antonio Herrera, mi vecino de contraportada, me dijo el viernes que perder los recuerdos es la vía para llegar a la pureza. La frase no se me va de la cabeza y transito, por lo tanto, desde la pureza del olvido hacia la ... corrupción de la memoria, que es la corrupción del adjetivo. Yo a Herrera lo envidio, lo admiro y lo quiero, en ese orden. Y no porque le quiera poco sino porque le admiro mucho. Y lo envidio más.
Si hay algo que diferencia su Madrid y mi Valladolid, son los domingos. En mi ciudad los domingos no tienen actividad: prensa en papel, misa en San Andrés, vermú en El Colmao, cocido con la familia y partido del Pucela, con su correspondiente llanto y recuerdo hacia los aficionados del Atleti, que se llaman a sí mismos 'sufridores'. Hacedme caso: no sabéis lo que es sufrir, muchachos. Tras el partido, soliloquio de sofá en modo avión, tapado hasta las cejas con una manta muerta y, por encima de ella, restos de suplementos, hojas dobladas y encartes. Porque la prensa, los domingos, crece hacia dentro. Su calor no solo te aísla del frío, como a los ciclistas, sino también del miedo, como a los poetas. Pero en el Madrid de Herrera los domingos son sábados que han bajado de quinta a tercera. Hay alegría, las terrazas se llenan y la gente va al Rastro. Yo también voy, pero no sé a qué. Me gustaría ir un día con Ángel Antonio y recoger las metáforas que se le vayan cayendo, como un monaguillo guardando las hostias consagradas. Pero pasear con Ángel Antonio es imposible, porque todas las señoras le piden fotos, como a un torero. Y por eso convierte cada domingo en Dominguín.
Hay un puesto en el Rastro que hace esquina. Dentro, una inmensa pila de revistas Blanco y Negro. Cuestan un euro y siempre compro varias. Luego me paso la semana leyéndolas despacio y sin rumbo, como un solo de trompeta. La que tengo delante ahora es de agosto del 72: especial 25 aniversario de la muerte de Manolete. Reportaje sobre su muerte escrito por un Vicente Zabala de 36 años, con su estilo bien planchado, un retrato de Zuloaga y plumillas a cargo de un Antonio Casero que moriría meses después, como si hubiera pactado el adiós con Manolete, a través de la tinta. Otro reportaje de Ángel Gómez Escorial con espléndidas fotos de José Sánchez Martínez sobre el olvido al que Córdoba estaba relegando al maestro. Cartas al director que podrían ganar un Cavia, publicidad de Licor 43, un reportaje sobre el jazz, otro sobre el Rey Hasán, y un reportajazo de Cayetano Luca de Tena con fotos de Álvaro García Pelayo sobre las Rías Bajas y la costa cántabra, con sus fotos de Comillas, su visita a Santillana del Mar y su comida en Castro Urdiales. Planteo desde aquí al director mi plena disposición para recuperar tan bella tradición.
Porque cada uno se exilia donde quiere. Unos se apean de su tiempo leyendo a mamarrachas en Twitter y otros nos resguardamos en la belleza de una España con pausa, trastienda y verano nacional. Una España que se iba de veraneo a Comillas, no a Maldivas, y que lloraba a Manolete como se llora a los santos. Leer Blanco y Negro es recordar un país que no viví del todo, pero que me pertenece. Pero sobre todo es una arqueología emocional, una especie de mapa sentimental de una España sin wifi pero con sintaxis y elegancia. Volver a Blanco y Negro es reconciliarte con la vida, dar sentido a los domingos y, de paso, encajar el negro riguroso del rito con el blanco desmemoriado de la pureza.
Algo así como Ángel Antonio Herrera.
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