la tercera
Amnistía, la Política, la Historia
La noción misma de acuerdo alcanzado entre Pedro Sánchez y Carles Puigdemont el pasado 8 de noviembre aparece profanada, pues ya no sirve para dar cuenta de la manera en que se puede alcanzar una armonía social
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JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC
En el acuerdo alcanzado entre el PSOE y Junts per Catalunya el pasado 8 de noviembre de 2023, los redactores introdujeron una premisa en el centro del argumento: «brir una nueva etapa y contribuir a resolver el conflicto histórico sobre el futuro político de Cataluña». ... Esta premisa es, en efecto, la clave para entender las consideraciones morales argumentadas con el fin de conceder la amnistía a una serie de personajes involucrados en los hechos de septiembre-octubre de 2017 en Barcelona; y constituye sin duda la prueba más visible, más explícita, de la recuperación de un modo de entender la historia de España en el corazón de un sistema ideológico surgido a finales del siglo XIX que se suele llamar catalanismo político; una doctrina asentada en el posromanticismo y en el modernismo enfrentada al imaginario libertario y al republicanismo federal de Pi i Margall.
La función de los redactores del acuerdo ha consistido en trasladar a un pacto entre partidos la convicción de que «las reivindicaciones y demandas tienen un profundo recorrido histórico, adoptando diferentes formas desde que los Decretos de Nueva Planta [a comienzos del siglo XVIII] abolieron las constituciones e instituciones seculares de Cataluña» y, sin dejar de fabular, la creencia de que la amnistía responde a un supuesto derecho de decidir (de autodeterminación) que el Tratado de Versalles firmado el 28 de junio de 1919 le concedió a las colonias de los Imperios Centrales derrotados en la contienda conocida ayer como Gran Guerra y hoy como Primera Guerra Mundial. En consecuencia, el propósito del acuerdo del 8 de noviembre no es, como se ha comentado con cierta precipitación, fundar una moral ciudadana en busca de una solución a un conflicto de larga duración entre Cataluña y España, sino un marco legal al proceso soberanista con fórmulas de consenso referentes a la consulta popular y a la unilateralidad.
La imagen triunfal surge precisamente de que lo acordado consiste en ajustar las normas constitucionales aprobadas en 1978, sobre las que en los últimos años se han vertido algunas suspicacias, para conducir el Estado español a una suerte de estructura confederal. Este fin no declarado de forma explícita es una buena ocasión para nosotros, los historiadores, pues tenemos la oportunidad de analizar un texto intencionadamente confuso en sus detalles. El esquema reivindicativo, sin embargo, vuelve a usarse, pero está dirigido ante todo a «una parte relevante de la sociedad catalana que no se ha sentido identificada con el sistema político vigente en España»: una parte, sin duda, que sea relevante ya es discutible. Pero el hecho de que esta afirmación se realiza en el marco del acuerdo de dos partidos políticos de los muchos presentes en las Cortes indica que una idea sesgada de la historia, en algunos puntos hasta inexacta, se ajusta a la imperativa necesidad del acuerdo, no otra que la elección del presidente del Consejo de Ministros conforme a la normativa vigente de que son las Cortes quienes lo eligen, no los votos particulares de la gente que solo señalan el número de diputados alcanzados por un partido.
Dos líderes políticos, los señores Pedro Sánchez Pérez Castejón y Carles Puigdemont i Casamajó, que están detrás de los redactores del acuerdo, sosteniéndolos con mano férrea, fijan la naturaleza histórica, pronunciando desde lo alto de un poder cuasi principesco las máximas que marcan el rumbo a seguir la futura legislatura; con lo que se certifica el argumento de Maquiavelo de que, tras el velo de las promesas al pueblo, está una gestión al servicio del poder del dinero, en la Florencia de entonces eran los Médicis, hoy es difícil saberlo. Una legislación demasiado inclinada a una parte de un todo mucho más complejo y que conculca no solo la genealogía de los hechos narrados sino los propios programas electorales. Esta actitud basta para que el orden social que se propone en el acuerdo se aleje de la prudencia que planteó Baltasar Gracián en su respuesta a Maquiavelo.
Los cimientos de este acuerdo no descansan, por tanto, en el valor de la gobernanza universal que rige las sociedades democráticas del siglo XXI, se acercan más bien a las tendencias de autoritarismo denunciadas por Mark Mazower en el peligroso retorno de la Europa negra, con Putin de referente, que parecen satisfacer a los redactores del acuerdo, en una línea cercana a la que en los años treinta condujeron a un totalitarismo camuflado de nacionalismo gracias entonces, como sucede ahora, al amplio respaldo en unos partidos de reconocida servidumbre al jefe.
Los líderes que firman el acuerdo del 8 de noviembre en efecto, no se han atenido a la historia de las democracias liberales; en ningún párrafo se alude al cuerpo doctrinal del pensamiento que hace de la historia una epistemología para momentos de crisis como acertó a proponer Isaiah Berlin en sus estudios para recuperar la razón de las tácticas de los partidos. En todo caso, en el acuerdo no logro detectar, por mucho que lo intente, la necesidad de rigor a la hora de resolver un problema concreto como apuntó el maestro Marc Bloch en 'La extraña derrota'; más bien, he conseguido detectar una apología de los hechos consumados análoga a la creada en junio de 1940 en Francia. Se le puede aplicar por tanto la misma fisura que tuvo el gobierno francés de aquel entonces en el ejercicio de lo que con Hans Jonas llamaré el principio de responsabilidad, esa noción ética que toma distancia de la falsedad argumentativa. Porque resulta evidente que en este acuerdo no rigen razones de Estado sino los muy discutibles derechos de la tierra sobre los ciudadanos y si, me apuran, la permanencia de los líderes en sus altamente remunerados cargos.
He aquí, pues, el cambio fundamental que se ha operado este 9 de noviembre en España, un cambio trágico, una caída, un descenso, desde las alturas de la filosofía moral de un Francisco de Vitoria o de un Francisco Suárez, donde se había situado el pensamiento de la Escuela de Salamanca en pleno debate sobre el papel de España en las Indias impulsado por el sueño de una armonía universal, hacia esa pequeña cosa táctica, lo que se ha dado en llamar política. La noción misma de acuerdo aparece profanada, pues ya no sirve para dar cuenta de la manera en que se puede alcanzar una armonía social, superando las dificultades en beneficio de todos, no sólo de unos pocos implicados, sino que se entiende con exagerada arrogancia como el cimiento, el soporte de una nueva concepción del Estado español.
es historiador, catedrático de Universidad retirado y miembro de número de la Academia Europea
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