LA TERCERA
Entre Sainte-Colombe y Marin Marais
«Hace treinta años escribí un largo artículo sobre 'Todas las mañanas del mundo', maravillado por la novela, por la idea de la pérdida adolescente de la voz, por la búsqueda de la serenidad en lo opuesto y su extravío irremediable. Desde entonces la figura de Sainte-Colombe ha formado parte de mi vida»
Derecho fundamental de hoja caduca (20/5/2023)
A finales de los setenta comenzó a notarse en España el relevo de la gran influencia de la literatura francesa por el de la literatura anglosajona y sospecho que el esplendor de la música pop-rock y la actualidad del nuevo periodismo –de Capote a ... Tom Wolfe y tantos más– también tuvieron algo que ver. Ahí al fondo estaba la Beat Generation como estaban Pound y Eliot, y décadas después Bob Dylan acabaría siendo Nobel (para asombro incluso de los dylanianos). Stendhal, Balzac y Flaubert resistían con todos los méritos, pero también estaban James Joyce y Henry James, Scott Fitzgerald y Faulkner, Bellow, Roth y Cheever, y los herederos de Dickens con esas novelas de largo aliento que a los mediterráneos nos ponen los dientes largos. Y fue más o menos por ahí cuando la novela francesa empezó a dar muestras de menor presencia en nuestro país: así funcionan las modas y las generaciones. Siempre nos quedaría Marcel Proust, pero luego vino el estructuralismo y fue el estertor final y un callejón sin salida. ¿Había sido 'Bonjour, tristesse' un título tan premonitorio como simbólico? Lo cierto es que se pasó de la pasión al aburrimiento como quien cae del caballo camino de Damasco y ve con claridad que, de Sartre nada, y de Camus todo, y que el tiempo del amor ya pasó y volver a enamorarse es difícil. El dominio de lo anglosajón –tanto vía metrópoli como vía USA y vía Commonwealth– era, además de insoslayable, muy enriquecedor y nadie se atrevería ahora a llamar al gran Javier Marías, por ejemplo, angloaburrido, porque quedaría como un tonto.
Que todo esto ocurriera a finales de los setenta no deja de ser curioso porque ese fue el tiempo de la cosecha de escritores franceses nacidos en los 40, que ha sido una gran cosecha. Me centraré en aquellos con los que me siento como en casa: Patrick Modiano (el álbum borroso de la Ocupación y la alegría melancólica de los 60) y Pierre Michon (el luminoso renacimiento a través de la escritura) nacieron en 1945; Olivier Rolin (partir de Harrar hacia Oriente y reencontrarse con Conrad) lo hizo en 1947 y Pascal Quignard (la música, el vacío y la tentación metafísica) en 1948. Sólo estos cuatro nombres ya dan para una confianza plena en la narrativa francesa contemporánea y su continuidad (Deville, Dreyfuss, Enard…), por mucho que los haya que arruguen la nariz. Pero hubo un tiempo en que salvo a Modiano –que tuvo su momento y fue desdibujándose (hasta su rescate en Anagrama) bajo la estúpida acusación de escribir siempre el mismo libro (después llegaría el Nobel)–, poca gente leía en España a Rolin o a Michon y menos aún a Quignard, flamante premio Formentor 2023. Y quien dice leer, dice saber de ellos. Otra cosa era Paul Auster, para todos los paladares.
Recuerdo cuando apareció Pascal Quignard de la mano del editor Antoni Munné, que fue quien lo introdujo en nuestro país a través de Versal (en las fotos aparecía siempre con un cello entre las piernas y la sospecha de si era un músico que escribía más que un escritor que tocaba). Su eco fue escaso en comparación al empeño de Munné, que publicó varios de sus libros, todos tan particulares y distintos. El primero, en 1988, fue 'La lección de música', que señaló las vías esenciales de la prosa de Quignard, algo que no se vislumbra en sus primeras novelas, como si éstas fueran una tentación no del todo saciada y eso que tratan de asuntos atractivos: de la soledad de un coleccionista de juguetes, a la vida de un pueblo donde después de la II Guerra se instala una base americana, o la historia de una amistad a tres.
Pero es aquel libro inaugural el borrador que traza las tres corrientes culturales de las que se ha nutrido lo mejor de la obra de Quignard: la música de los siglos XVII y XVIII, el mundo clásico y la China legendaria. Y si en 'La lección de música' ya aparecía in extenso la figura de Marin Marais, será en la deliciosa 'Todas las mañanas del mundo' –hecha película por Alain Corneau con muy parecido ritmo al de 'El pequeño salvaje', de Truffaut– donde se vertebre la tensión de Quignard. En la atracción de Marin Marais por su maestro, el músico jansenista, Sainte-Colombe, está el corazón de la nuez quignardiana: del esplendor cortesano al ascetismo espiritual y vuelta a empezar. Su destilación más deslumbrante: la escritura fragmentaria y un ensayismo que oscila entre las notas de un escritor de tendencia metafísica, la original mirada sobre el arte, y la poesía o la brutalidad del deseo.
La corte la hallamos en los remedos clásicos: de 'Albucio', a 'Las Tablillas de boj' de Apronenia Avitia, sin descuidar 'La frontera' –aquí es el Portugal noble del XVII–, ni el imprescindible 'El sexo y el espanto' o la vuelta al imperio romano y su vivencia de Eros. A esto me refiero cuando hablo del esplendor relacionado con Marais. Por contra, el ascetismo espiritual, o la metáfora que arranca con Sainte-Colombe, está en los libros fragmentarios 'Vida Secreta', 'El odio a la música' y sobre todo, en la trilogía 'Los pequeños tratados' y 'Las sombras errantes', a cual más deslumbrante. Una escritura-mosaico –los fragmentos como teselas de diferente procedencia artística y temporal– que surge de más allá de la Historia y nos emparenta con el origen y, en cierto modo, con el verbo bíblico. Pero entre un mundo y otro –la devoción por la corte y la pasión por un silencio donde crezca la verdad– existe una tensión perpetua y además no resuelta, como suele ocurrir con todas las dualidades. ¿Es el vacío ya citado el fruto de esa tensión? Desde luego ese vacío –una forma de espiritualidad quebrada y la sombra de Nietzsche– es otra de las constantes en Quignard, y de él nos salva momentáneamente la música cuando entramos en su corazón más profundo y más que la vida pensada, el pensamiento vivido: 'Quignard fecit'.
Hace treinta años escribí en 'Babelia' un largo artículo sobre 'Todas las mañanas del mundo', maravillado por la novela, por la idea de la pérdida adolescente de la voz, por la búsqueda de la serenidad en lo opuesto y su extravío irremediable. Desde entonces la figura de Sainte-Colombe –Port-Royal, Pascal, la viola de gamba de Jordi Savall…– ha formado parte de mi vida y en la riqueza de la literatura fragmentaria de Quignard no ha dejado de expandirse tomando otras formas y maneras, otras máscaras. Algo así como el universo, dicen.