LA TERCERA
Borriquitos sin móvil
«Habría que regular el acceso de los menores al móvil pero regulando a los que les ponen puentes de plata, no al aparato, si no al contenido. Necesitamos juristas que piensen cómo se respetan derechos impidiendo accesos, ingenieros que diseñen sistemas para que ningún menor pueda acceder a donde no debería, gobiernos activos que resuelvan problemas reales y Estados que exijan a los Metas, Tik Tokes, PornHubs y demás que protejan a nuestros niños y dejen de enriquecerse con ellos»
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Jorge Úbeda
Las solemnes palabras de la ministra de Educación acerca del uso de los teléfonos móviles en los colegios afirmando que es un problema de Estado han traído a mi memoria, por uno de esos caprichos de tal facultad, un artículo que el maestro Ferlosio ... publicó hace ya veintitrés años en este diario titulado 'Borriquitos con chándal'. En aquel artículo Ferlosio despachaba, con su habitual y agria precisión, algunas de las cuestiones que por entonces dominaban el debate educativo.
No sé qué escribiría mi llorado Ferlosio sobre todas las alarmas que se encienden, sobre todo cuando salen a la palestra datos sobre el rendimiento de nuestro estudiantes y que excitan, durante unos pocos días, algunos debates en el que todos encuentran motivos, en los datos revelados, para confirmar su parciales visiones sobre la educación y su plan político para nuestro sistema. Esta vez ha sido PISA, irónica referencia a la torre siempre cadente de una de las investigaciones de mayor prestigio sobre competencias educativas, la que ha despertado toda clase de epítetos catastrofistas, una vez más, sobre nuestro sistema, nuestros docentes, nuestros infantes, nuestras familias, en fin, nuestro todo.
Y aprovechando que por allí se dice de pasada algunas cuestiones, todavía a la espera de evidencias algo más robustas y de investigaciones mejor diseñadas, sobre el efecto del uso del móvil en el aula, las autoridades educativas se lanzan a señalar al móvil como el factor de la debacle educativa de PISA y anuncian prohibiciones, limitaciones y demás. No hemos oído decir todavía a ningún titular del Ministerio de Educación que sea un problema de Estado que PISA nos enseñe, desde hace una década, que producimos poca excelencia, por el lado luminoso, y que no logramos hacer progresar a los estudiantes más desfavorecidos, por el lado oscuro, pero nos entretenemos con los ayes, los ohs, los dimes y diretes en torno a los móviles y su presencia en los centros educativos. Nuestra conversación pública sobre educación está llena de aspavientos y yerma de realidades, argumentos y razones.
Yendo al asunto mollar del móvil, la cosa del prohibir su presencia en los centros educativos con el fin de evitar que su uso distraiga o agrave algunos de los problemas de convivencia que se dan en los colegios, al menos desde Sumeria, no parece inoportuna, aunque, al mismo tiempo, tiene algo de incoherente con uno de los objetivos proclamados de la educación, tanto en nuestro país como en Europa, relativo a que todo estudiante habrá de desarrollar una capacidad adecuada de habitar y discurrir por los inabarcables campos digitales. Pero, una vez prohibidos, ¿desaparecerán los problemas de atención de nuestros chavales y mejorará su lectura de los textos para comprenderlos? La respuesta invita al escepticismo y es que, una vez más cumpliendo con un viejo vicio del debate educativo en España, reprimimos hablar de lo decisivo para conformarnos con lo secundario. De las múltiples cuestiones abiertas en canal en nuestros colegios no es menor la que sigue: ¿qué merece la pena ser enseñado y, por tanto, aprendido?
Hace tiempo que en los colegios anda rota la alianza entre docentes y estudiantes, alianza sellada por un conocimiento disciplinar y académico seguro del que eran representantes los docentes y que ha protegido los sistemas educativos durante dos siglos, y ni los docentes saben ya, con certeza, qué es lo que merece ser enseñado y los estudiantes desconfían de los docentes como representantes sancionados de un saber que perciben fosilizado. Sin esta confianza, ¿es esperable que los docentes encuentren motivos para enseñar? Sin el compromiso de sus profesores con la enseñanza de algo valioso, ¿querrán atender los estudiantes y ponerse a la tarea de aprender? Si seguimos reprimiendo estas preguntas entretenidos con prohibiciones, lecturas oblicuas de investigaciones parciales como PISA y el aburrido y deletéreo juego partidista en torno a la educación, no pondremos coto a algunos de los problemas educativos que sí tienen entidad como problemas de estado.
No termina aquí el asunto del móvil pues, de nuevo y repitiendo el viejo vicio de la discusión educativa en nuestro país, se señala a la escuela como el principio de todos los males y los bienes, un auténtica paradoja a la que parece que no encontramos remedio. Si los adultos firman créditos sin leer las condiciones, esto se resuelve con educación financiera en las escuelas, financiadas, qué curioso, por las bancos que, quizá, deberían ocuparse de informar con claridad y sin torcimientos de todas las condiciones. Pues lo mismo pasa con los móviles y, de nuevo, reprimimos las preguntas decisivas. La cuestión del móvil en los menores está en el acceso a contenidos que no deberían ver pues todavía, en determinadas edades, no están en condiciones ni de asimilar lo que ven ni de interactuar con quienes se encuentran. Por resumirlo en una imagen: en los bolsillos de los niños, los móviles son como máquinas tragaperrras, por lo que la pregunta decisiva es quién se está lucrando con la maquinita. No parecen que sean los pequeños, ni sus padres y, muchos menos sus profesores. En 2021 supimos que Facebook, ahora llamada Meta, guardaba en sus cajones, al mejor estilo de las tabacaleras de antaño, un informe que aseguraba que para el 40 por ciento de las adolescentes que usaban Instagram, este resultaba tóxico y dañino para su salud mental. ¡Un informe interno! Lo que hubiera salido si la indagación la hubieran encargado a un independiente. Quizá haya que poner el cascabel al gato del asunto de los móviles a un minino que es muy grande y que muerde.
Parece que la conclusión va de suyo: habría que regular el acceso de los menores a los móviles pero regulando a los que les ponen puentes de plata, no al aparato, si no al contenido, sobre todo a aquel que pueda ser dañino para su supremo interés que es crecer libres, seguros y confiados. Para regular necesitamos juristas que se pongan a la tarea urgente de pensar cómo se respetan derechos impidiendo accesos, ingenierías que diseñen sistemas de autenticación eficaces para que ningún menor pueda acceder a donde no debería, gobiernos activos que resuelvan problemas reales y Estados que exijan a los Metas, Tik Tokes, PornHubs y demás que protejan a nuestros niños y dejen de enriquecerse con ellos.
Quizá así podamos dedicarnos a los auténticos problemas de estado que acechan a nuestra educación y en los que andan, con esfuerzo, poco apoyo y enorme compromiso nuestros mejores docentes.
es filósofo y director de la Fundación Promaestro
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