en observación
Otro verano sin canción
Solo la nostalgia –verbenas de nuestros padres– aguanta el tirón del algoritmo
Una patrona que nos represente (14/8/2023)
Locura de amor (7/8/2023)
A todo se habitúa uno, incluso a veranear sin una canción de fondo que a modo de adhesivo, goma arábiga mojada con la saliva del recuerdo, se quede pegada en la memoria selectiva de la nostalgia condicionada por la necesidad del autoengaño. Hasta que entre ... todos la mataron y ella sola se murió, la canción del verano, título no reglado, desorden agravado, manifestación tumultuaria, campó con la misma desvergüenza formal que el resto del equipo –mayormente textil– que maneja el vacante, cuyo instinto siempre lo ha llevado a exteriorizar su dicha estival a través de las manifestaciones extracorporeas y los postizos más tremebundos e incívicos. Cuanto más calor, menos pudor. Así las cosas, la canción del verano fue al pop lo que la chancla al zapato, la sombrilla de Frigo al abanico de hueso o la paella fluorescente a cualquier alimento de España. Que desde hace cosa de dos décadas no haya rastro de la canción del verano, sin embargo, no nos hace mejores, sino más vulnerables: toca suplir con aparejos de fantasía y pesadilla los estribillos –ligeros, inmateriales– que de San Juan y hasta la Virgen de septiembre amparaban de oídas tanto desahogo. Canturrear un temazo quizá constituya lo que los anglosajones denominan un placer culpable, pero llevar un determinado aspecto en verano, por la necesidad atávica de pregonar un estado estacional de satisfacción, ni siquiera roza el umbral mínimo del placer. Ya son ganas, paradójicamente estandarizas en una sociedad de gustos y consumos fragmentados.
Pese a su aceptación global como varas de medir éxitos musicales, las reproducciones de Spotify o YouTube no dan la talla ni la medida del grado de penetración social de una canción, primero por la falta de estratificación de sus respectivas muestras –sexo, edad, poder adquisitivo y entorno poblacional–, y segundo por la nula fiabilidad estadística que aportan unas aplicaciones cuyos usuarios, de forma involuntaria y obsesiva, sin contraprestación, inflan las cifras a través de la escucha reiterada de su pieza favorita, hasta aborrecerla y pasar a la siguiente.
No hay canción del verano, ni siquiera sabemos desde cuándo, porque no existe ya una pista unificada de baile capaz de reunir a todos los que están y los que son, o de los quieren estar y quieren ser. El vídeo mató a la estrella de la radio y el algoritmo personalizado se llevó por delante cualquier sentimiento comunitario, de verbena de pueblo, de pueblo con hechuras de nación y de nación con memoria, democrática o alcoholizada. Como en tantos otros ámbitos de la vida pública, el sectarismo político tiene su traducción en el tribalismo musical, reverso de aquella unidad de destino en lo musical que fue la España de 'Aplauso', ajena a los dogmas de la pureza y la autenticidad que dominaron otros programas televisivos y donde cualquier espectador era educado en la tolerancia hacia cualquier estilo, de la ranchera a la Nueva Ola, pasando por el rock urbano, el tecno-pop, la rumba de estrarradio o la balada de revolcón. «Sos capaz de bailarte la Marsellesa,/ la marcha Garibaldi y 'El Trovador'», que cantaba Gardel. Que no haya relevo generacional en la canción del verano condena a los jóvenes a vivir de recuerdos prestados, verbenas y banderas de sus padres, que cantaba Clint Eastwood.