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en observación

Otro verano sin canción

Solo la nostalgia –verbenas de nuestros padres– aguanta el tirón del algoritmo

Una patrona que nos represente (14/8/2023)

Locura de amor (7/8/2023)

Jesús Lillo

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A todo se habitúa uno, incluso a veranear sin una canción de fondo que a modo de adhesivo, goma arábiga mojada con la saliva del recuerdo, se quede pegada en la memoria selectiva de la nostalgia condicionada por la necesidad del autoengaño. Hasta que entre ... todos la mataron y ella sola se murió, la canción del verano, título no reglado, desorden agravado, manifestación tumultuaria, campó con la misma desvergüenza formal que el resto del equipo –mayormente textil– que maneja el vacante, cuyo instinto siempre lo ha llevado a exteriorizar su dicha estival a través de las manifestaciones extracorporeas y los postizos más tremebundos e incívicos. Cuanto más calor, menos pudor. Así las cosas, la canción del verano fue al pop lo que la chancla al zapato, la sombrilla de Frigo al abanico de hueso o la paella fluorescente a cualquier alimento de España. Que desde hace cosa de dos décadas no haya rastro de la canción del verano, sin embargo, no nos hace mejores, sino más vulnerables: toca suplir con aparejos de fantasía y pesadilla los estribillos –ligeros, inmateriales– que de San Juan y hasta la Virgen de septiembre amparaban de oídas tanto desahogo. Canturrear un temazo quizá constituya lo que los anglosajones denominan un placer culpable, pero llevar un determinado aspecto en verano, por la necesidad atávica de pregonar un estado estacional de satisfacción, ni siquiera roza el umbral mínimo del placer. Ya son ganas, paradójicamente estandarizas en una sociedad de gustos y consumos fragmentados.

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