EN OBSERVACIÓN
Postal 3: la playa
La España de hace medio siglo se revela en las tarjetas que la retratan
Postal 2: la paella
Postal 1: el hotel
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Iniciar sesiónEn el haz de la tercera postal aparece una playa como Dios manda. Lo mismo da y daba una que otra en una coyuntura en la que el turista no buscaba, como sucede hoy, rasgos diferenciales en sus vacaciones –hoy días de descanso–, sino, justo ... al contrario, los reconocibles estándares que homologaban el veraneo, o al menos su ideal. La playa de entonces no era la de esa estampa contrahecha, con una palmera a contraluz, la puesta de un sol desproporcionado y una intimidad extrema, consecuencia de la ausencia absoluta de seres humanos, ahora muy apreciada, sino un lugar de reunión y aglomeración cuyo valor se incrementaba de forma proporcional al tamaño de la masa que lo ocupaba. Con algunas tarjetas hemos dado que de forma excepcional muestran playas cuya animación deja mucho que desear: la de Tabernes de Valldigna, la de Isla (ambas de 1967), o la de Cala Martina (1977), donde el fotógrafo llega a situar en primer plano un conjunto de hamacas vacías. Eso no era lo normal: lo que cotizaba y circulaba por estancos y buzones era el barullo, el lleno hasta la bandera y la sombrilla, la densidad demográfica: el 'boom'. Como estadio superior del desarrollo socioeconómico, el elitismo y la distinción –vámonos de aquí, que hay mucha gente– aún no había hecho estragos entre los más vulnerables de espíritu, antes pobres.
Para lograr su objetivo, captar el magnetismo playero, el fotógrafo solía recurrir a una perspectiva no ya de género, más contemporánea, sino de conjunto, transmitiendo la misma sensación de proximidad, incluso de apretura, que el cámara de una prueba de atletismo cuyos corredores parecen apiñados, sin la distancia que los separa. La playa estaba llena, pero el que hizo la foto la reventó del todo. Era exactamente lo que quería vivir la gente.
A modo de anexo, no podemos dejar pasar la oportunidad de comentar el vicio adquirido por unos pioneros del veraneo que malgastaban el muy escaso espacio que dejaba disponible el envés de la postal para escribir largo y tendido sobre la temperatura del agua de la playa y la piscina y, en general, del tiempo que hacía en su destino vacacional. Esta conversación de ascensor compite en relevancia con las de a qué hora salimos y llegamos, las enfermedades de unos y otros, lo morenos que nos hemos puesto o cómo está la comida del hotel.
«No he dormido todavía nada ya que el viaje duró 12 horas y al llegar me fui a la playa a bañarme y luego a Campoamor a la discoteca Xairo a bailar. ¡Qué inglesas! A las 4 de la mañana nos fuimos a bañar otra vez, y hasta ahora que estoy que no veo», escribe en julio de 1975 Agustín, 'rara avis' en un ecosistema epistolar de lugares comunes y ayuno de confidencias. Si Agustín no pegaba ojo, Antonio lo veía muy claro en marzo de 1967, cuando andaba por Mallorca, de luna de miel, camino de «Venecia, Roma, París, San Sebastián y Madrid-Agromán». «Aunque esto último no sé, porque mi recién estrenada esposa no quiere que trabaje, quiere que me ponga al frente de sus negocios. En fin, ya veremos, porque yo lo que prefiero es no hacer nada», confiesa a Emiliano, y de paso a medio Madrid, al tanto del braguetazo que había dado. No era lo habitual: ni darlo ni contarlo en una postal.
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