EN OBSERVACIÓN
Postal 1: el hotel
La España de hace medio siglo se revela en las tarjetas que la retratan
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De los Mohedano a las Pardo de Vera
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Iniciar sesiónEn el haz de la primera postal de esta serie aparece un hotel, construcción y sueño que por méritos propios y aspiraciones ajenas ocupa toda la superficie de la tarjeta. ¿Para qué más? No solo estaba en el anverso el hotel, símbolo de lo que ... entendemos hoy por ir como un cohete, sino que daba para mucho en el reverso. Hormigón, grandeza, desarrollo, altura. «Nuestra habitación es la de la x», solía escribir el remitente, y efectivamente ahí estaba, en el envés –GPS de papel y boli, señalética de una conquista de ida y vuelta, alpinismo de ascensor social– la equis que indicaba la localización exacta de la familia veraneante, a veces oculta bajo la tinta del matasellos.
Al principio fue el hotel, término suficientemente superlativo como para añadirle postizos y sufijos. Lo del hotelazo, propio de nuestro tiempo de falsas excepcionalidades, no había llegado. ¿Para qué más? Tampoco existía el hotelito con encanto, esa construcción mental en la que hoy se aloja el elitismo aldeano. Hotel, y punto. En algunas postales, adquiridas en la recepción de estos establecimientos, soporte de la promoción empresarial y del orgullo del huésped, el haz de la tarjeta se divide en cuarteles heráldicos para mostrar no solo el faraónico exterior del edificio, sino algunos detalles de su interior: ahí estaban la piscina, el restaurante y los sillones del 'hall', tapizados de escay, material que cubría la espuma de un futuro de sueños sintéticos, ya tangibles. El hotel siempre era precioso, o una maravilla, o enorme, o muy bonito, según el testimonio de quienes enviaban aquellas postales. No es bueno que el hotel esté solo, dijo el Creador, y amplió el plano, a veces aéreo, para ilustrar estas tarjetas con lo que conocíamos como urbanización, conjunto que luego degeneró en 'complejo' y que finalmente fue demonizado, hasta la cancelación, como presunto contenedor de esa vulgaridad que tanto repelús da hoy a la selecta clientela de los hotelitos con encanto. Merece la pena detenerse en la semántica visual de unas postales que reflejan la belleza de un tiempo en el que la arquitectura y la ocupación hormigonera del espacio eran sinónimo y sustancia de la felicidad contratada por el veraneante. «El suelo parece de cristal, la bañera nos sobra de larga, nos hacen todo y tres toallas blancas a diario y cuatro camas», escribe desde Aguadulce quien firma como 'Mamá', ya en 1977, a su hijo Francisco A.T.
Hemos avanzado tanto, lo dice el Gobierno de la Gente, que la artificialidad no consiste hoy en un gigantesco edificio, bien cimentado, con los pies en la arena y hasta donde no cubre, sino los paisajes inexistentes de un delirio que solo proyecta la frustración del viajero –no veraneante, término cancelado por franquista–, estampas de una virginidad escénica tan falsa como el himen recosido de una aspirante a doncella. En el no parar que nos hemos dado como régimen avanzamos en derechos, entre los que cuando hace calor destaca el del adanismo, o falsa sensación de haber llegado antes que nadie a una playa desierta y sin hollar, reservada para que cualquier turista del montón no se sienta como tal.
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