La tercera
El duelo
Los gobiernos utilizan los funerales de Estado, igual que el luto oficial, para rendir tributo a las víctimas y promover una cohesión social que justifique sus salarios
Las Terceras de ABC
Javier Moscoso
No hay nada mejor que una tragedia para generar acuerdos. Nada como una catástrofe o una penalidad, del tipo que sea, para anular las diferencias. Si quieres un rebaño, mata un cordero. Quizá ninguna otra religión entendió mejor que la nuestra hasta qué punto el ... sentimiento de hermandad se consolida a través del sacrificio. El dolor iguala aún mucho más que el amor, pues mientras este último se reivindica entre desiguales, el dolor borra y anula las diferencias. Ante la muerte, el aliento se contiene y el mundo se para. Esto es así porque el duelo, los ritos del duelo, están diseñados para despedir a los muertos aglutinando a los vivos. Así que el que más y el que menos aparca sus diferencias y se somete voluntariamente –que es el rasgo característico de todo proceso ritual: el sometimiento voluntario–, a las reglas de la inclusión social.
A lo largo de la historia, el duelo se ha manifestado de mil maneras. La custodia del cadáver, su procesión o su cuidado han ido acompañados de una pluralidad de gestos expresivos, como llevarse las manos a la frente o arrancarse los cabellos. Desde antiguo, una de las formas más universales de rendir culto a los muertos ha consistido en contar con la presencia de un grupo de personas, en general mujeres, dispuestas a llorar desconsoladamente por el deceso de alguien a quien no conocen. Esta economía de la interpretación tiene al menos tres funciones diferenciadas. En primer lugar, la plañidera, siquiera sea por la intensidad y cualidad de sus lamentos, rinde tributo a los honores de los que el muerto se hizo merecedor en vida. Pues no es lo mismo morirse en loor de multitudes que hacerlo sin fasto, ni cortejo, ni amigos ni parientes. En segundo lugar, la teatralización del duelo permite cuestionar por un tiempo las viejas jerarquías y defender una comunidad que no depende del pago de ninguna cuota. Ante el mismo suceso, los que entraron por distintas puertas se reconocen como parte de la misma tribu, del mismo rebaño, de la misma nación, o del mismo Estado. Por último, pero no menos importante, las lágrimas de los presentes señalan inevitablemente a los ausentes.
Bajo la apariencia de la compasión o la condolencia, los ángeles del duelo siempre vienen acompañados de los demonios de la exclusión. Escondido entre los sollozos, se encuentra el acusador que te susurra al oído que fulano no ha tenido el valor de presentarse, y que no tiene perdón ni justificación alguna. Como las hijas de Goriot, en la famosa novela de Balzac, que no quisieron o no pudieron acompañar el féretro de su padre a la iglesia de Saint-Étienne du Mont, en París, así ocurre que el ritual del duelo cae como una condena moral que, al mismo tiempo que nos reconcilia con los muertos, también marca diferencias entre los vivos. Todos estos elementos dramáticos se siguen dando en la vida familiar e incluso comunitaria. En el contexto laboral, por ejemplo, incluso el más miserable de los compañeros entiende que debe darte el pésame ante la muerte de un familiar cercano. No lo hará porque lo sienta, sino por miedo al ostracismo. También encontramos formas similares de hipocresía en el contexto de las instituciones nacionales, sobre todo en aquellas circunstancias en las que el Estado se arroga el derecho (que no tiene) de establecer las bases de la moralidad.
El minuto de silencio, hoy tan de moda, comenzó a sustituir las ceremonias religiosas de los caídos a comienzos del siglo XX. Durante los últimos cien años, esta nueva forma de religiosidad laica ha sido utilizada para diversos propósitos, algunos muy nobles, y otros claramente injustificados. En España, por ejemplo, estas acciones ritualizadas vivieron su apogeo durante los últimos años del terrorismo etarra. La concentración silenciosa con ocasión del asesinato de un concejal, de un policía o de quien fuera, tenía también la función inevitable de señalar a todos aquellos que justificaban la violencia. La maquinaria quedó tan bien engrasada que los viejos mimbres han pasado a servir a los intereses de las nuevas religiones progresistas, sobre todo en lo que respecta a la llamada violencia de género. Pero no solo. Después por ejemplo de la muerte de George Floyd, en 2020, el movimiento Black Lives Matter comenzó por recrear la muerte de este joven afroamericano a través de una 'performance' que consistía en hincar una de las rodillas en el suelo. Aun cuando la postura venía de antes, y no en vano forma parte del catálogo gestual del feudalismo teocrático, de la religión cristiana y del amor cortés, a partir de ese momento, ese gesto se convirtió, sobre todo en el mundo del deporte, no solo en una expresión propia del duelo, sino en una forma de señalamiento hacia todo aquel que, por unas razones u otras, decidiera que tal vez esa no era la mejor manera de expresar las condolencias por el fallecido o por reclamar medidas contra la xenofobia. Al contrario que en el País Vasco, donde la concentración ante el crimen era una clara expresión de valentía, la genuflexión global por la muerte de George Floyd no ha podido desprenderse de un cierto regusto pueril, en donde lo que menos importaba era el propio fallecido o las circunstancias de su muerte.
En el ámbito de la familia, de la comunidad local o del Estado nacional, el duelo sigue cumpliendo todas las funciones rituales que ha conocido desde antiguo. Los gobiernos de todas las naciones utilizan los funerales de Estado, igual que el luto oficial, o las concentraciones públicas –que también promueven otros actores políticos, (valga la redundancia)–, para rendir tributo a las víctimas, por supuesto, así como para promover una mayor cohesión social que justifique sus salarios. Como en el seno de la familia, alrededor del cuerpo aun caliente del cadáver, se dan cita el dolor y la solidaridad, pero también la división y el señalamiento. Hay que estar preparado para comprender, sin embargo, que el Estado no puede imponer valores morales y que, del mismo que debemos aceptar que habrá quien llore sin sentirlo, también habrá quien lo sienta, aunque no llore. Sobre todo, en este como en otros casos, habrá que tener cuidado de no confundir la solidaridad con la política, o la condolencia con la hipocresía, pues puede muy bien ocurrir que nuestros servidores públicos terminen por traficar con sentimientos, contratando plañideras, en lugar de asumir sus propias responsabilidades.
es historiador y filósofo
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