LA TERCERA
Cien años de eternidad
«Se cumple un siglo de la publicación de 'La montaña mágica', donde Thomas Mann hace un complejísimo juego intelectual que pone en tela de juicio la idea de lo eterno y lo efímero. Es aterrador comprobar cómo encaja en el concepto de monotonía del autor alemán la repetición de las guerras»
Una grieta en el tejado
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Isabel García Adánez
«En general, se piensa que, cuando algo es nuevo e interesante, 'hace pasar' el tiempo, es decir, lo abrevia, mientras que la monotonía y el vacío entorpecen su marcha y hacen que se estanque. No obstante, esto no es del todo exacto. […] Cuando un ... día es igual que los demás, es como si todos ellos no fueran más que un único día; y una monotonía total convertiría hasta la vida más larga en un soplo que se llevaría el viento», escribe Thomas Mann en 'La montaña mágica', hace cien años de calendario.
Iba a ser el contrapunto de la exitosa 'Muerte en Venecia' (de 1912), otra historia en un microcosmos apartado del mundanal ruido, esta vez en la alta montaña (cual descenso a los infiernos invertido), en un sanatorio de Davos que Mann conoció de primera mano, porque su esposa estuvo en él (y llegó a cumplir los 97). Sin embargo, como sucederá en la novela, en la vida irrumpió la Gran Guerra, y, a raíz de la polémica con su hermano Heinrich por lo que cada cual consideraba la postura correcta de los intelectuales y artistas al respecto, T. M. interrumpió el trabajo para escribir las 'Consideraciones de un apolítico' (1915-18).
Al cabo de doce años y con unas 900 páginas más de lo previsto, al fin vio la luz lo que el propio autor define como «un cuento sobre un muchacho sencillo», pero que algo tiene, «pues no cualquier historia le sucede a cualquiera». En suma, es una novela de aventuras en siete capítulos, cada vez más largos gracias a una sofisticada red de 'leitmotive', muestra de la maestría compositiva de Mann (todos aparecen en las primeras dos páginas a modo de célula musical, o de célula biológica según la idea de la época). Entre otras peripecias, Hans vive el descubrimiento del cuerpo y de la ciencia, trata en vano de entender la filosofía de tres maestros, estrambóticos a cual más (Settembrini, Naphta y Mynheer Peeperkorn), se enamora de una fatal «gatita caliente» (Madame Chauchat), y se enfrenta a la última y más peligrosa tentación: la música (o mejor: la melomanía), arte «políticamente sospechosa» que arranca de la realidad, porque anula el tiempo, imponiendo el suyo propio.
En el fondo, el gran tema de la novela es la reflexión sobre el tiempo, y Mann despliega (y explica) un complejísimo juego intelectual que pone en tela de juicio la idea de lo eterno y lo efímero, de aquello que se nos hace largo o breve, pero cuya percepción no tiene que ver con la importancia o la gravedad del acontecimiento, sino con su carácter de novedad, con su naturaleza puntual e impactante, por contraste con lo que la eterna repetición o la duración infinita desdibujan y condenan al olvido.
Si cien años pasan volando, ¿qué serán veinte? Veinte años no es nada. Los que hace desde que traduje el libro para Edhasa por el cincuentenario de la muerte de Mann (2005), pues casi todo el trabajo es fruto de un 2004 con sus días y sus noches, del cual, claro, recuerdo más bien poco.
Se sospechaba que la traducción anterior, de Mario Verdaguer (de 1934), no estaba completa, y quisimos comprobarlo. No es tan grande la proporción de texto «cortada» y no sabría a quién atribuir los tijeretazos. Es gracioso que falta una frase en la que resulta que Hans está menos verde de lo que parecía: «[…] reinaba en su interior un cúmulo de sentimientos que le trajo a la memoria la noche en que, animado por algunos compañeros y un poco achispado, había visitado por primera vez una casa de citas en el barrio de Sankt Pauli». Faltaban sistemáticamente (y esto sí es relevante) detalles del lenguaje no verbal, que, además, suele formar un contraste irónico para desmontar el discurso «serio». Y lo que también estaba recortado (no he investigado por qué) era la escena final, cruenta descripción de una batalla, de la que se habían entresacado frases hasta dejar en menos de la mitad sus seis o siete páginas.
El estallido de la Gran Guerra despierta del ensueño a Hans tras siete años «allá arriba», decide marcharse, y, si lo hemos visto, no vamos a querer acordarnos de él, porque el autor le da pasaporte al instante: «¡Adiós! ¡Adiós! Hemos terminado de contar tu historia. No ha sido breve ni larga; […] y no negamos la simpatía pedagógica que te hemos tomado... la misma que ahora nos mueve a secarnos muy suavemente el lagrimal con la puntita del dedo».
Con la guerra se acaba el cuento, o también podríamos decir: la película, pues cuántas hay con este marco de que alguien llega en un tren y se marcha en otro. A Mann nunca le entusiasmó el cine, pero su manera de narrar es muy cinematográfica, todo son imágenes, sonidos, movimientos, olores y texturas, y lo difícil es reproducirlo en español con una precisión igual de aséptica, sin perder el ritmo y el tono. Recuerdo que, en horas desesperadas, me reconfortó que la primera traducción inglesa, de H. T. Lowe-Porter, recompusiera el puzle con criterios similares a los míos (hace poco me he enterado de que esas iniciales correspondían a una mujer, Helen-Tracy).
Quién sabe si, de aquí a otros veinte años, no se disfrutará de la novela a través de algún dispositivo de realidad virtual que no requiera leer con atención, sino que simule el tacto de la mantita y el delicado olor a abeto nevado (escalofríos me da imaginar qué habrá sido de los derechos de autor para entonces). Quién sabe si el planeta llegará siquiera a cumplir cien años más, tal y como van las cosas. Y sí recuerdo algo de aquel eterno y borroso 2004 en mi montaña mágica particular. Recuerdo lo que rompió la burbuja durante unos días: el 11-M. Días de horror en Madrid en los que nadie trabajamos, solo salimos a manifestarnos en masa y con el corazón encogido. Unos días, hace veinte años. Nada.
Es aterrador comprobar cómo encaja en el concepto de monotonía de Thomas Mann la repetición de las guerras, constantes a lo largo de estos cien años, y cómo la duración del horror, su eternización, empieza a tener el efecto de que ya no nos perturba.
Por la escena de la despedida en la estación he pasado cientos de veces, pero siempre lloro al lado de Settembrini, igual que siempre lloro con el final del Quijote. En una de sus habituales y despiadadas rupturas de la ilusión dramática, Mann detalla que las lágrimas no son otra cosa que «ese fluido alcalino y salado que producen las glándulas como consecuencia del estímulo que el dolor, ya sea físico o espiritual, supone para nuestro cuerpo». Con todo, demuestran que aún estamos vivos.
es traductora y profesora de Filología Alemana de la UCM
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