visto y no visto

Heinrich, el mena

El keynesianismo militar de la UE volverá a llenarnos el corazón de «alemanitos» como Kaspar Hauser, «el huérfano de Europa»

Al invierno nuclear

Muebles de felpa

La izquierda de la experiencia, lega y camastrona, ésa que tiene al viudo García Montero de 'moái' para hacer la pascua a la Academia, cree que la compasión es una colonia suya a la que ir a tirar el chicle de la pena antes ... de estirar la pata del penalti.

España no ha conocido la democracia, pero dispone de casi una veintena de parlamentos diariamente dedicados a glosar eso tan andaluz y tan 'jondo' de 'la Pena' a propósito de los menas (menores no acompañados, para el votante). Ayuso en Madrid y Bonilla en Sevilla han llegado a hablar como Federico en Nueva York: «Me quedo con el niño desnudo/ que pisotean los borrachos de Broklyn». «Me quedo con el transparente hombrecillo/ que come los huevos de la golondrina».

—La compasión es una idea nueva en Occidente –dejó escrito Muray–; tan nueva, hay que reconocer, que todavía a veces se comporta como una fresca cuando sale sola.

Por eso los politiquillos de 'Lo Que Con Tanto Trabajo Nos Dimos Todos' hablan de la pena mena como si la hubieran inventado ellos, cuando, miren por dónde, también esa pena sería franquista, como lo acredita la historia de Heinrich, el mena de Pemán.

La idea («la sugestión», escribe Pemán) fue de Pío XII, y la realización, de Acción Católica. Europa estaba en guerra (la misma cruzada contra Rusia a la que nos arrastran las zarrapastrosas Venus de Zugarramurdi que mandan en el bosque de Bruselas), y «había que traer a España para sosegarlos y tonificarlos, en el instante crítico del crecimiento físico y moral, a un cierto número de niños», que debían ser solicitados por familias españolas para una temporada, «como uno más» en la mesa y en la casa. «España como refugio del sentido maternal que peligra en el mundo». La idea pontificia fue un éxito completo. Todo el mundo pedía 'un alemanito', que lo rubio, dice Pemán, «tiene mucho prestigio en esta morena bética moruna».

«Yo tuve también mi alemanito. Se llamaba Heinrich». Llegó en autobús en Miércoles Santo, con otros veinte. Era católico, hijo de un guardabosques, y resultó ser de Koenigsberg (la ciudad que un general bocachanclas de Trump dice poder tomar en una hora), paisano de Kant. «Me tocó un prusiano: con su cabeza redonda y su nariz respingona y agresiva paralela a la visera en alto de su gorra, tenía cara de 'imperativo categórico'. Yo hubiera preferido un austriaco, pero el mapa de nuestras pedanterías intelectuales no puede ser el mapa de los niños tristes y desamparados». «A la media hora, Heinrich nos había contado toda su odisea desde Koenigsberg a Bremen, perseguido por los rusos. Al mes se entendía perfectamente en español».

El keynesianismo militar de la UE volverá a llenarnos el corazón de 'alemanito'. El 'alemanito' incluye el glamour de Kaspar Hauser, 'el huérfano de Europa', hijo ilegítimo, según la penúltima teoría, de Napoleón (dos gotas de agua) y Estefanía de Beauharnais, esposa de Carlos II de Baden, nacido antes de la guerra con Rusia.

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