una raya en el agua

El filósofo de la fe

La renuncia de Benedicto XVI fue un acto de coherencia: un honesto, desesperado intento de abrir una catarsis en la Iglesia

Cuentan los vaticanólogos, esos tipos que casi siempre se equivocan en sus muy razonados pronósticos sobre la elección de los Papas, que Joseph Ratzinger entró en el cónclave que había de proclamarlo cogido del brazo de otros dos cardenales: Martini, de Milán, y Bergoglio, de ... Buenos Aires. Jesuitas ambos. El detalle sugirió a algunos de los allí presentes que el albacea espiritual del recién fallecido Juan Pablo II estaba sugiriendo elípticamente a sus colegas el rumbo del futuro. Sea o no cierta la historia, hay en ella dos vaticinios que se acabaron cumpliendo. Uno, que el teólogo alemán, cuyo favoritismo para la sucesión era un hecho, se veía a sí mismo como un Pontífice de transición, aunque entonces no estaba claro hacia dónde ni durante cuánto tiempo. El otro, que Bergoglio -Martini murió en 2012- fue llamado a ocupar la sede de San Pedro para conducir a la Iglesia por un nuevo derrotero.

Benedicto XVI -B16 en el apócope tuitero de Gistau- nunca dejó de ser durante su papado lo que había sido toda su vida: un filósofo de la fe, un intelectual dogmático, uno de los mayores eruditos del pensamiento cristiano contemporáneo. Un hombre de razón y de estudio al que las circunstancias situaron en el trance de administrar el legado de un gigante mediático, una figura de popularidad descomunal que había generado a su alrededor la aureola casi mitológica de un santo. Quizá intuyó desde el primer momento que sólo podía abordar esa misión alejándose de la estela de su antecesor mediante un cambio de estilo favorecido por su propio carácter introvertido. Más académico que pastor, ninguna de sus encíclicas alcanza la profundidad ortodoxa de los tres libros que, ya como Papa, dedicó a la figura de Jesucristo interpretándola desde la visión doctrinal del Dios vivo. Sin embargo, y pese a haber ejercido un fuerte poder en el entorno de Juan Pablo, entendió pronto que el gobierno eclesial requería un tacto político para cuyo ejercicio no estaba listo. Los escándalos de la pederastia, el de los Legionarios y el 'Vatileaks' desbordaron su energía y lo precipitaron a una decisión dramática: la renuncia como único camino para promover una catarsis en una curia necesitada de una sacudida revolucionaria.

La elección de Francisco fue la consecuencia lógica del mensaje expiatorio implícito en aquella honesta confesión de impotencia. Un salto histórico de la racionalidad eurocéntrica a una sensibilidad populista, abierta, más parroquial que episcopal, más adaptada a la apertura ecuménica y a la emotividad gestual de las sociedades posmodernas. Benedicto volvió a ser Ratzinger, el pensador reflexivo refugiado en su biblioteca, en la música celestial de Mozart, en la oración íntima por el destino de la Iglesia. Su muerte escondía una última sorpresa: el reconocimiento universal de la coherencia que le llevó a marcharse sin hacer ruido al cerrar la puerta.

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