LA TERCERA
Ortega y el arte deshumanizado
La contraposición entre masa desinformada y minoría ilustrada le acarrearía hoy a Ortega una cancelación social
Calidad democrática e IA
Manifiestos
Ignacio Blanco Alfonso
A comienzos de 1924, José Ortega y Gasset publicó en 'El Sol' una serie de cuatro folletones que tituló 'La deshumanización del arte'. ¿Por qué las teorías estéticas que Ortega planteó hace un siglo conservan hoy tanta actualidad y en qué medida sus ideas ... iluminan nuestro tiempo y nos ayudan a comprenderlo? Plantearé algunas claves de lectura para este penetrante ensayo que, como toda la filosofía orteguiana, responde al imperativo de autenticidad y a la integración de perspectivas.
Ortega no se refiere a la deshumanización del arte como a un fenómeno meramente estético, sino como un proceso que ponía al descubierto tensiones sociales más profundas. El arte nuevo es impopular, dice Ortega, pero no porque no guste a la mayoría, sino porque esa mayoría no lo entiende. De este modo, el abandono por parte de los artistas jóvenes de los códigos preexistentes actuó como un resorte social al enfrentar a la masa con su propia incapacidad cognitiva para entender la obra de arte. Esta interpretación sociológica del arte nuevo implica consecuencias políticas que conectan con las ideas fundamentales de 'La rebelión de las masas'. De hecho, en 'La deshumanización' Ortega también recurre al término «masa» para contraponerlo al de «minoría»: «Habituada a predominar en todo, la 'masa' se siente ofendida en sus 'derechos del hombre' por el arte nuevo, que es un arte de privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva». Urge aclarar que Ortega utiliza el término aristócrata en sentido etimológico, es decir, el mejor, el que se exige más a sí mismo que a los demás; nada que ver, por tanto, con privilegios hereditarios. Igualmente, Ortega distinguirá entre «vida noble y vida vulgar» para diferenciar dos formas de la existencia que separa al hombre egregio del hombre mediocre. Por eso «el arte joven contribuye a que los mejores se conozcan y reconozcan entre el gris de la muchedumbre y aprendan su misión, que consiste en ser pocos y tener que combatir contra los muchos».
Asumimos que la contraposición entre masa desinformada y minoría ilustrada le acarrearía hoy a Ortega una cancelación social. En nuestro tiempo se confunde la igualdad, que es un principio social básico que equipara a los ciudadanos en derechos y obligaciones en busca de la justicia social, con el igualitarismo, que es una ideología política que defiende la desaparición de las diferencias entre las personas, a menudo con menoscabo de la meritocracia. No creo, sin embargo, que el temor a ser cancelado hubiera llevado a Ortega a abdicar del imperativo de autenticidad. El hecho indiscutible es que los seres humanos son diferentes y que en todos los estratos sociales despuntan personas egregias y esforzadas que no se conforman con sus propias opiniones espontáneas, sino que buscan la verdad, y esto las convierte en minoría. De esta forma, en opinión de Ortega, el arte nuevo puso al descubierto la verdadera estructura social y el lugar que cada grupo ocupa en ella.
El artista es un zahorí y el arte es la eterna vanguardia. Cabe presumir en el creador una especial sensibilidad para detectar las corrientes subterráneas de su tiempo. No en vano, dice Ortega que «la ciencia y el arte son los primeros hechos donde puede vislumbrarse cualquier cambio de la sensibilidad colectiva». Así, la obra deja de ser mero artefacto para convertirse en un objeto lingüístico, en un fenómeno. Desde esta perspectiva, lo que el arte nuevo puso de manifiesto fue una profunda crisis histórica que arrasó con los viejos principios. «El espectáculo va a ser formidable –señala Ortega– y solo me extraña que tan poca gente se dé cuenta clara de la profundidad, del radicalismo de la crisis vital que fermenta en nuestro viejo continente».
Por otra parte, Ortega parece interesado en dialogar con los jóvenes creadores. A lo largo de la obra apela permanentemente al «arte joven» y al «arte de los jóvenes», y con ello subraya la radical cualidad generacional que caracteriza al arte nuevo. «Cada generación representa una cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera determinada», escribirá en '¿Por qué se vuelve a la filosofía?' (1931). Puede ocurrir que la nueva generación se sienta cómoda en el mundo heredado y que, de forma natural e intuitiva, abrace sus ideas y las germine. Tales épocas son denominadas por Ortega «pacíficas». Pero también cabe la posibilidad de que las expectativas vitales de los hijos no coincidan con las de sus padres, y ni sus usos ni sus normas ni sus costumbres les sirvan para construir sus proyectos vitales. A épocas semejantes las define el filósofo como «beligerantes», y son las que explican las crisis históricas.
Desde la teoría de las generaciones, observamos que los jóvenes creadores del arte nuevo desecharon los principios artísticos heredados del romanticismo, suplantaron la mímesis de la naturaleza y la representación del ser humano, con sus dramas y sus pasiones, y se consagraron al 'arte artístico'. Es decir, el arte se convirtió en un fin en sí mismo. La tradición milenaria de pintar las cosas dejó paso a un arte nuevo que aspiraba a pintar las ideas. Ya no habrá mímesis sino teoría, y el arte mismo se convierte en filosofía del arte. Sin embargo, esta metamorfosis del arte, que alcanzará su apogeo con las vanguardias, transforma la obra en un artefacto sumamente complejo donde el artista ha ocultado un secreto. La eliminación de lo humano en busca de la autonomía de la obra produce un arte estilizado y abstracto; el arte deja de imitar la naturaleza y se aleja del sentimentalismo para proponer otras experiencias estéticas. Ya en un texto de 1911 dedicado a El Greco, había advertido Ortega que «es muy instructivo observar cómo según el arte avanza los artistas se van alejando de las formas triviales y patentes y van sustituyéndolas por las más profundas y secretas. Cuanto mayor sea la distancia entre el cuadro y esa realidad espontánea con que las cosas se nos presentan, más difícil es aquél de comprender».
Llegamos así a una solución edificante. Por un lado, la función del arte «consiste en desarticular las formas reales, que son insignificantes, sin irradiaciones simbólicas, y articular con el material bruto de la luz, de los colores, de la piedra, de la palabra, del sonido, las formas artísticas». Este proceso creativo exige al espectador una contemplación más activa, porque sin esfuerzo intelectual no se puede conquistar la obra de arte. Por otro lado, esta dificultad hermenéutica inherente al arte produce desafección del público y, en consecuencia, su aislamiento cultural. Quedaría con ello justificada la misión pedagógica del crítico, llamado a mediar entre la obra y el espectador.
Ya en 'Meditaciones del Quijote' (1914) había confesado Ortega el propósito de sus ensayos/salvaciones: «Dado un hecho –un hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor–, llevarlo por el camino más corto a la plenitud de su significado». Habría mucho que decir sobre la crítica cultural, pero quedémonos con esta nobleza intelectual que le concede Ortega al proponer que la función del crítico no es juzgar si una obra es buena o mala, sino potenciarla y obtener de ella «un máximum de reverberaciones culturales».
es catedrático de la Universidad CEU San Pablo
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