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La Tercera

La crianza intensiva

La adopción de modelos de crianza intensiva es el resultado de una serie de cambios sociodemográficos que se desencadenan cuando cualquier sociedad logra un cierto nivel de bienestar

¿Somos ya poshumanos?

Un Valle sin vallas

Nieto

Héctor Cebolla Boado

La crianza es una actividad fundamentalmente altruista por la que los padres invierten los recursos necesarios, o los que les son posibles, para garantizar el bienestar futuro de sus hijos. El dicho «cuando seas padre, comerás huevos» encapsula bien esta idea en español. A pesar de la validez histórica del refrán, es posible que la generación que ahora forma familias sea la que ha optado por los modelos de crianza más intensivos en esfuerzo, tiempo y otros recursos. Y no es de extrañar que aquí se encuentre una más que posible causa de la brecha entre los hijos que queremos los que finalmente tenemos.

La adopción de modelos de crianza intensiva es el resultado de una serie de cambios sociodemográficos que se desencadenan cuando cualquier sociedad logra un cierto nivel de bienestar. La experiencia internacional demuestra que a partir de ese nivel de desarrollo la población tiende a valorar más la calidad que la cantidad de los hijos, es decir, prefiere tener menos hijos, pero invertir más en ellos. Esta verdadera revolución silenciosa no es únicamente el resultado de la disminución de la mortalidad infantil o la erradicación del trabajo entre los menores. También lo es de una profunda transformación de nuestras oportunidades y estilos de vida que hace cada vez más difícil satisfacer la expectativa de que los hijos superen el estatus de unos padres con perfiles educativos cada vez más altos. Dicho de otro modo, garantizar un desarrollo personal que maximice las opciones de éxito de los hijos implica hoy más estrategia que antes, además de cantidades ingentes de tiempo y recursos económicos y de todo tipo.

Adoptar estos patrones tan costosos de crianza tienen importantes consecuencias. Cierto, algunas son positivas para el desarrollo de los niños. Pero otras no lo son tanto (¿qué efecto tienen sobre su creatividad o su autonomía?). Tampoco son positivas para muchos padres, que se frustran al marcarse objetivos no siempre realistas y pierden la capacidad de disfrutar de la crianza de sus propios hijos. Con el cambio de siglo, aparecieron algunos estudios, como los de Sharon Hays ('The Cultural Contradictions of Motherhood', 1996) y Frank Furedi ('Paranoid Parenting: Why Ignoring the Experts May Be Best for Your Child', 2001) que apuntaban a que fue en los años setenta cuando se comenzó a entender el desarrollo infantil como un proceso acechado por innumerables riesgos. La extensión de esta idea agudizó el estrés parental. Muchos padres, temerosos, comenzaron a creer firmemente que la crianza de sus hijos requería de un profuso conocimiento científico-técnico. Así surgieron ejércitos de supuestos expertos que prescriben cómo alimentar a los recién nacidos, cuándo destetarlos, cómo jugar y educar a la vez a los niños... Muchos padres siguen creyendo que hay recetarios certeros para responder a estos dilemas y que deben sustituir sus intuiciones naturales por pliegos de recomendaciones «basadas en (múltiples) evidencias». El afán de muchas familias por cumplir con estos programas científicos y pseudocientíficos legitima todo tipo sacrificios personales. Pensemos en el tiempo que requiere vivir en la obsesión de estimular continuamente a los bebés, o en ciertos padres que sobrevuelan constantemente como helicópteros alrededor de sus hijos incluso cuando ya son jóvenes adultos. Se llega así a creer que cada minuto cuenta. Y, con ello, se extiende la percepción de que falta tiempo para ser (buenos) padres y madres.

La gestión del tiempo familiar es hoy un problema con numerosas ramificaciones. En España, el sociólogo Luis Garrido lo ha vinculado con la infecundidad y con que tengamos menos hijos de los que deseamos. Este es particularmente el caso de las mujeres universitarias, un colectivo mayoritario ya en las cohortes más jóvenes y al que, sorprendentemente, se ha dedicado escasa atención aunque parecen tener más dificultades en España que en otros países para tener los hijos que desean. La dificultad en la gestión del tiempo familiar es también una realidad muda y sorda para la política que, con honrosas excepciones, no la percibe como el reto social que es. De aquí vienen las crecientes demandas en favor de la conciliación, un comodín retórico al que recurren gestores y políticos atribuyéndole causas dispares y soluciones de lo más pintoresco.

Parece razonable preguntarse qué se puede hacer. Casi nunca es una buena idea interferir en las dinámicas íntimas de las familias, tanto por razones éticas como por ser una estrategia ineficaz. Sabemos que hay personas que libremente optan, por vocación o por convencimiento, por estilos de crianza que esquilman sus recursos disponibles. Sin embargo, la infradesarrollada política familiar española deja un amplio margen para ofrecer alternativas a quienes no compartan esa visión. Se debe hacer compatible la jornada escolar de los niños y la laboral de los padres. Los 9,5 millones de personas cuyos contratos están sujetos a convenio colectivo trabajan 39 horas semanales (Estadística de Convenios del Ministerio de Trabajo). En cambio, hay algo menos de 25 horas lectivas curriculares semanales en infantil y primaria, y 30 en ESO. La cobertura de esta diferencia, y la gestión de ese espacio de atención no lectivo, recae actualmente en los presupuestos familiares. Buscar mecanismos que repartan socialmente estos costes es deseable y justo. Hay que buscar soluciones realistas que no se obstinen en regular aún más el funcionamiento de las empresas. Un buen camino podría ser generar incentivos fiscales en aquellas que incorporen opciones de flexibilidad horaria. Y nunca está de más repetir que, sin duda, la jornada intensiva en los centros escolares empeora todos los problemas y devuelve el esfuerzo al ámbito de cada familia.

Pero, incluso teniendo esto claro, es deseable extender el repertorio de propuestas más allá de lo clásico. La nuestra es una sociedad de pocos niños que juegan poco con otros niños. En cambio, los beneficios del juego seguro y libre en el desarrollo infantil son bien conocidos. Somos el país de la OCDE en el que los menores pasan menos tiempo en el colegio fuera de las horas lectivas. Y este dato resulta sorprendente porque abrir los colegios (y otros espacios públicos) más allá del horario escolar para ofrecer una atención integral basada en el ocio estimulante sería una buena política familiar y de apoyo a la infancia. Hacerlo tendría efectos positivos para todas las familias y, sobre todo, para quienes cuentan con menos recursos. Ya que las familias que actualmente recurren a la extraescolaridad para gestionar su tiempo se encuentran presentes en todos los modelos educativos, su cobertura debe ser universalmente apoyada. Todo ello daría más opciones a los niños para desarrollarse de una forma saludable, socializar y crecer emocionalmente de forma autónoma. También se reduciría el estrés parental y la percepción de que el coste de oportunidad de tener hijos se ha disparado haciendo incompatible tener hijos con aquellos planes vitales que legítimamente los adultos tengan el ámbito personal y profesional.

Dejemos de señalar a las empresas como las únicas responsables de dar soluciones a las agotadoras consecuencias de la crianza intensiva. Ahora que, por la caída de la fecundidad, el sistema educativo afronta la inevitable reducción de su alumnado, las administraciones pueden redirigir parte de los recursos públicos a ofrecer alternativas en la gestión del tiempo familiar. Es un buen momento para apostar por el juego libre en espacios seguros, por el ocio extraescolar estimulante y reorganizar el componente no lectivo de la educación en favor de una verdadera política familiar. Porque, sí, los recursos del sistema educativo público también deben contribuir a hacer la política familiar que necesitamos.

SOBRE EL AUTOR
Héctor Cebolla Boado

es sociólogo e investigador del CSIC

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