diario de un optimista
Como Fabrice en Waterloo
Si no reducimos ya nuestro consumo de energía, la humanidad desaparecerá en un horno. ¿Es ciencia o es mito?
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Invito, excepcionalmente, a mi lector español a una excursión por la literatura francesa. En una de nuestras novelas más famosas, 'La cartuja de Parma', publicada en 1839, el protagonista de Stendhal, Fabrice del Dongo, se ve involucrado por casualidad en una violenta batalla. Borracho, ... sobre un caballo que no le pertenece, se tambalea entre dos fuegos, escapando por poco de las balas de los cañones. Ve galopar a un general cuyo nombre ignora; es Ney que, en 1808, había asolado España. Escapando a toda velocidad, se percata de un pequeño jinete con levita; no sabe que es Napoleón huyendo de la derrota. En resumen, Fabrice no sabe que acaba de participar en la batalla de Waterloo (18 de junio de 1815), un punto de inflexión en la historia europea, el final de un imperio y el amanecer de una nueva era dominada por Gran Bretaña, capitalista y comerciante.
«Como Fabrice en Waterloo» se ha convertido en una metáfora habitual para designar nuestro desconocimiento de los acontecimientos a los que contribuimos, ya que su importancia exacta, considerable o mediocre, solo se revelará 'a posteriori'. Karl Marx, en 1851, lo dijo a su manera: «Los hombres hacen la historia, pero no saben la historia que están haciendo». Un periodista, que cuenta historias, no sabe si estas harán historia o desaparecerán con el periódico del día siguiente. En verdad, todos somos como Fabrice en Waterloo. Si trato de distinguir entre la actualidad del día lo que verdaderamente tendrá sentido y definirá nuestra época y nuestro futuro, ¿cómo no equivocarme? Solo puedo equivocarme, ya que el futuro, por definición, aún no existe; profetizar es la más engañosa de todas las profesiones.
Por ejemplo, tratemos de identificar lo que hoy ocupa principalmente a nuestros medios, a nuestros analistas, a nuestros ideólogos, a nuestros sumos sacerdotes y a nuestros políticos. En pocas palabras, me parece que la 'crisis climática' ocupa el primer lugar. Si no reducimos ya nuestro consumo de energía, la humanidad desaparecerá en un horno. ¿Es ciencia o es mito? Solo lo sabremos a finales del siglo XXI, un plazo lo suficientemente lejano que evitará que los profetas del apocalipsis sean castigados por sus errores o alabados por su clarividencia. El calentamiento global, del que oímos hablar, con razón o sin ella, ¿es Waterloo o nada?
La misma pregunta vale para la guerra de Ucrania que, desde hace un año, ha desplazado al clima de la portada de nuestros periódicos. Si Ucrania es Waterloo, debemos concluir que estamos pasando a un mundo nuevo y sombrío, donde la guerra, como en el pasado, se considerará una forma aceptable de resolver conflictos entre vecinos. Algunos, a los que no les gustaría ser percibidos como Fabrice en Waterloo, ya están anunciando la Tercera Guerra Mundial. A menos que estén completamente equivocados y el conflicto se estanque durante medio siglo, como el de las dos Coreas. ¿Pero Waterloo no sería más bien el relevo de Estados Unidos por parte de China, el nuevo director de orquesta mundial? Una vez más, lo veremos dentro de cincuenta años. A menos que estemos buscando en el lugar equivocado.
¿Es posible que el futuro se juegue en el terreno de la ciencia y no en el campo de batalla? Estos días solo se habla de inteligencia artificial. ¿Cambiará nuestras vidas? De momento, se utiliza principalmente para completar, sin mi conocimiento, mis frases en internet inspirándose en el contexto y en mis escritos anteriores. Esta inteligencia, en efecto, es artificial, pero queda por demostrar su inteligencia, ya que la máquina no piensa por mí; solo me devuelve mi pensamiento anterior. Entonces, ¿dónde está Waterloo?
Hace poco mis hijos me preguntaban cuál había sido el acontecimiento más decisivo de mi época, es decir, desde 1944. No es fácil, como hemos ilustrado, predecir el futuro, pero tampoco es fácil predecir el pasado. Pensándolo bien, me parece que el cambio más impresionante de los últimos ochenta años se puede resumir en un solo concepto: el deslumbrante avance de la igualdad. Igualdad entre naciones, etnias, culturas y sexos. Así, en 1944, la colonización se consideraba un fenómeno natural; correspondía a los pueblos blancos dominar y civilizar a los pueblos de color. Casi ni nos atrevemos a escribirlo hoy.
En aquel entonces, parecía bastante natural que los patrones explotaran a sus trabajadores, que los padres castigaran a sus hijos, que los esposos golpearan a sus esposas, que los sacerdotes abusaran de los niños del coro, etcétera. La desigualdad, y especialmente, la superioridad del varón blanco, era vista como el orden eterno del mundo. Ahora es justo lo contrario y la igualdad en todas sus formas, individual o colectiva, se ha convertido en el eje de todos los pensamientos y acciones decibles.
Admitiendo que mi hipótesis fuera correcta, habría tenido que esperar ochenta años para considerarla. Como escribió Hegel en 1818, «la lechuza de Minerva solo levanta el vuelo al anochecer».