LA TERCERA

El retorno de la ética

«Si como decía Smith la causa más grande y más universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales está en desatender al pobre, la gran conquista de los próximos años pasará por recordar una y otra vez a nuestras élites que una verdadera actuación ética es imprescindible para combatir la actual crisis»

cARBAJO

Elena Herrero-Beaumont

Lo explica muy bien Martin Wolf en su nuevo libro 'La crisis del capitalismo democrático': la humanidad no ha sido capaz de desarrollar hasta ahora un mejor sistema que el complejo matrimonio entre la democracia liberal y el capitalismo para garantizar el progreso económico y social. Y, sin embargo, todo el mundo habla de la crisis irreversible de este modelo y de la necesidad de generar nuevos marcos. Pero quizás la solución no esté en nuevas fórmulas, sino en rescatar los fundamentos éticos y morales que en su momento inspiraron esta prometedora unión.

El ideal de democracia liberal se asienta en una serie de principios que garantizan la soberanía popular y la legitimidad de los representantes políticos, a través de unas elecciones libres para acotar el ejercicio del poder en el tiempo, un mandato representativo que procura a los gobernantes un margen de acción discrecional para afrontar la complejidad del momento, procesos de deliberación pública transparente en el Parlamento y una opinión pública libre basada en información veraz, de acuerdo con el marco que desarrolla Bernard Manin en 'Los principios de la representación'.

Por su parte, el ideal del capitalismo clásico, tal y como lo concibió Adam Smith en su obra principal de 1776, 'La riqueza de las naciones', está basado en una concepción filosófica de individualismo, libertad y responsabilidad personal. Bajo esta concepción, el mercado, los individuos y las empresas cobran un mayor protagonismo que los Estados y los gobiernos en el reparto de recursos en una determinada sociedad. Los gobiernos sólo interfieren cuando hay imperfecciones de mercado, y las empresas tan sólo encuentran limitación a su actividad en las leyes del momento, pero sobre todo en la moral y la ética. El mismo Smith dijo que «la disposición a admirar, y casi a adorar, a los ricos y poderosos, y a despreciar, o por lo menos, a desatender a las personas de condición pobre y mezquina, [es] la causa más grande y más universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales».

Es quizás esta corrupción la que pone en jaque la sostenibilidad del sistema una y otra vez. Autores como John Rawls, en su bellísima obra 'Una teoría de la Justicia', han tratado de dar una respuesta ética a la cuestión de la desigualdad propia de las democracias liberales capitalistas a través de sus famosos principios de la justicia. El principal defiende que las desigualdades sociales y económicas deben orientarse de manera que sean para el mayor beneficio de los menos favorecidos.

Parece que ya está todo dicho. Y sin embargo las motivaciones a las que estamos acostumbrados estos días no suelen ser de naturaleza moral o ética. Como explica el profesor de economía política de Stanford, David P. Baron, la mayor parte de las decisiones empresariales obedecen más bien a razones estratégicas u oportunistas, como podría ser satisfacer los intereses fundamentalmente de los clientes, pero también de los empleados y hasta del público general, retener talento dentro de la organización, ejercer influencia o simplemente querer construir la confianza perdida. También existen motivaciones derivadas de la presión que ejercen diversos grupos de interés, o el propio gobierno cuando intenta regular una determinada actividad, que inciden negativamente en la reputación de la organización. Por último, existen motivaciones de los directivos de una organización que perciben un cierto beneficio, disfrute o satisfacción cuando llevan a cabo determinadas acciones socialmente responsables.

Frente a estas lógicas, existe la motivación intrínsecamente moral o ética que fundamenta una verdadera responsabilidad social, y que nutre una convicción de compromiso por lo común. Pero hablar de moral o ética no es tarea sencilla y menos en el actual entorno empresarial e institucional, donde sobrevivir parece imposible si no se siguen los incentivos perversos que ya conocemos. Aun así, conviene recordar que numerosos pensadores, filósofos y teólogos han dedicado sus vidas a los aspectos más fundamentales de cualquier sistema ético: distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto. El profesor de filosofía política Simon Blackburn, en su libro 'Being Good', explica que autores clásicos, como Platón, Aristóteles y los primeros cristianos, se centraron en desarrollar un marco ético encaminado a perfeccionar el alma del ser humano. Así, un alma asociada a la ética se caracteriza por valores como la resignación o aceptación, la renuncia, el desapego, la obediencia, y, sobre todo, el autoconocimiento. De acuerdo con el planteamiento ético clásico, una comunidad integrada por individuos regidos por estos valores o principios tiende en general a ser una comunidad justa. O como dijo en su momento Platón, no existe un orden político justo sin que los ciudadanos que lo integran lo sean.

En el contexto contemporáneo, sin embargo, no nos ha interesado demasiado ahondar en el estado de nuestra alma, ni tampoco en los hábitos que conducen a un alma que pueda ser considerada verdaderamente ética. En contra de la creencia clásica, hemos defendido una y otra vez que las cuestiones del espíritu son un asunto enteramente privado y que las democracias representativas modernas asentadas en el sistema capitalista pueden prosperar, a pesar de los vicios privados de los ciudadanos que las integran. Así, hemos optado por una definición muy amplia de ética aplicada al entorno empresarial e institucional que lamentablemente está siendo también instrumentalizada para combatir los impactos negativos que puedan provenir de la regulación o de la reputación.

Si como decía Smith la causa más grande y más universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales está en desatender al pobre, la gran conquista de los próximos años pasará por recordar una y otra vez a nuestras élites empresariales, públicas, mediáticas y civiles que una verdadera actuación ética es imprescindible para combatir la actual crisis, y que actuar de manera ética supone dejar de lado los intereses individuales (fundamentalmente centrados en la acumulación de fama, poder y riqueza) para centrarse en el bien común.

Para ello no haría falta generar nuevos marcos o modelos, sino «subir a hombros de gigantes», en palabras de Bernardo de Chartres, y centrarse en revitalizar los sistemas de razonamiento ético y moral propios de la filosofía moral y política de nuestra tradición. Además de la ética de la virtud a la que hemos aludido antes, propia del mundo clásico y de su principal exponente, Aristóteles, pensadores de la modernidad como John Stuart Mill e Immanuel Kant, o autores más contemporáneos como John Rawls, Amartya Sen o Martha Nussbaum, han desarrollado un conjunto de sistemas de razonamiento moral que deberían aplicarse mucho más en el proceso de toma de decisiones de las organizaciones, empresas e instituciones, para que las acciones resultantes sean intrínsecamente éticas.

SOBRE EL AUTOR
Elena Herrero-Beaumont

es directora de 'Ethosfera' y profesora de IE University

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