EDITORIAL
Señalamiento antidemocrático
La izquierda radical pretende inventarse un país que no existe, donde sobran todos aquellos que no encajan en su sectarismo, igual da Ayuso que un empresario como Juan Roig
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Iniciar sesiónEl escrache que sufrió ayer la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en el campus de la Universidad Complutense de Madrid no fue una excepción. Este hecho se suma a una colección de precedentes en los que personalidades públicas han vivido en ... primera persona insultos, amenazas o vejaciones en un espacio que debería estar consagrado a la reflexión, a la palabra y al diálogo. Un diálogo que sólo cobra verdadero sentido cuando se ejerce entre diferentes y cuando se emplea para confrontar disensos perfectamente saludables en una democracia.
El hecho, sin embargo, no es nuevo. Otros políticos como Rosa Díez, Felipe González, Leopoldo López o Cayetana Álvarez de Toledo han padecido circunstancias en las que se han rebasado los límites de la protesta legítima. También asociaciones estudiantiles como S'ha Acabat! han sufrido, además, escenas que incluían violencia o intimidación en las universidades de Cataluña. Que estos lamentables hechos sean recurrentes no aminora el riesgo y la amenaza que suponen para la convivencia. Una democracia jamás debe naturalizar comportamientos que atentan contra su esencia y que en el caso de España están consagrados constitucionalmente. El pluralismo político no es una opción ni una virtud supererogatoria sino que se trata, junto con la libertad, la justicia y la igualdad, de uno de los valores supremos con los que arranca nuestra norma fundamental en su artículo primero.
Llamar fascista o asesina a una persona que ostenta lícitamente una responsabilidad pública es un primer paso en la deshumanización de quien piensa diferente. Hannah Arendt describió con mucha precisión cómo la intolerancia es capaz de ejercer una indiscutible atracción sobre las élites. Y son las élites quienes deberían reprobar conductas que sólo conducen a exacerbar la peor versión de nosotros mismos. Por eso es tan decepcionante que el ministro Joan Subirats haya restado importancia a lo ocurrido y que intente resolverlo afirmando que las universidades son lugares donde prima el debate y el contraste. Un debate riguroso y leal es exactamente lo contrario a lo que, con demasiada frecuencia, vemos en algunos campus.
El señalamiento de personas y la ruptura del límite entre lo público y lo privado se ha naturalizado, incluso, al más alto nivel político. Recordemos que esta misma semana la ministra Ione Belarra llamó «capitalista despiadado» a Juan Roig, un exceso al que posteriormente se sumaría Enrique Santiago y con el que la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, contemporizó de un modo desalentador.
España, afortunadamente, es un país distinto al que algunos imaginan. En nuestra comunidad política se integran sensibilidades distintas y quienes aspiran a expulsar del espacio público a quien piensa de forma diferente están abocados al fracaso. El nerviosismo que evidencian este tipo de conductas permite preludiar el nuevo ciclo político que algunos intuyen como inevitable. Un ciclo en el que la algarada callejera intentará responder a un eventual fracaso electoral. La politización de espacios que deberían ser plurales o la demonización de quien piensa diferente no sólo son conductas reprobables sino que, además, resultan estratégicamente muy torpes. Por este motivo, es responsabilidad de quienes más y mejor pueden intentar elevar las maneras en las que, legítimamente, expresamos el disenso y la confrontación ideológica.
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