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EDITORIAL

Una muy extraña «normalidad»

El PSOE y Sánchez han consentido que la capital política de Cataluña sea Waterloo, no Barcelona, y que los interlocutores sean un prófugo de la Justicia y el socialista de turno

Editorial ABC

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El debate político español está intoxicado por la perversión del lenguaje –ese conjunto de reglas de comunicación para el entendimiento colectivo– y por la creación de un dialecto alternativo para que las cosas parezcan lo que no son. La «normalización» de Cataluña es, de forma notoria, un capítulo especial en la creatividad lingüística que tanto caracteriza, con su acumulación de mentiras, el mandato actual de Pedro Sánchez. Sin duda, las formas son muy importantes en política y hay que reconocer que el presidente de la Generalitat catalana, Salvador Illa, las cuida. Recibe a Felipe VI, emite mensajes moderados y prescinde de aristas en su proyección pública. Pero estas formas tan básicas en el comportamiento de una autoridad no son la medida de la normalización democrática y constitucional de Cataluña. Tampoco lo son las decisiones de determinadas entidades de reinstalar sus sedes sociales en Cataluña, de donde salieron en 2017. Si legítimo es que cualquier compañía española lleve su domicilio social a otro país de la Unión Europea, con más motivo si el cambio es dentro del territorio nacional.

El problema es que lo que el Gobierno vende como «normalización política» de Cataluña es un proceso de beneficio partidista basado en la anormalidad política para el resto de España, con un coste directo en la integridad del orden constitucional, en la homogeneidad de la ciudadanía española, como regla de identidad democrática, y en los principios de legalidad e igualdad ante la ley. Lo que llaman «normalización» en Cataluña ha sido y es una sucesión de regalías con forma de indultos y amnistías a malversadores y sediciosos, de pactos en el extranjero sobre cuestiones de la soberanía nacional española, de desprecio a las Cortes Generales y al Poder Judicial, de promesas de privilegios fiscales preconstitucionales, de inmersión lingüística forzosa y, ahora, de cesión del control de la migración en Cataluña. Lo menos relevante, en términos políticos, es que un mosso acabe trabajando junto a un guardia civil o un policía nacional en un paso fronterizo. Lo relevante es que semejante decisión responde a un inaceptable análisis compartido por socialistas y nacionalistas sobre la amenaza migratoria contra la «catalanidad». Un «pacto racista», como lo calificó ayer el socialista García-Page.

Tampoco responde a un proceso de «normalización» en Cataluña que su sistema de autogobierno sea sistemáticamente despreciado por la política de pactos entre el PSOE y Puigdemont. Por mucho que el resultado de esos pactos sea aumentar –si es que alguna vez alcanzan rango legal– el caudal de competencias de la Generalitat, lo cierto es que son acuerdos gestados fuera de las instituciones autonómicas y del debate interno entre fuerzas catalanas, a las que se niega legitimación tanto como al Congreso de los Diputados y al Senado. El PSOE y Pedro Sánchez han consentido que la capital política de Cataluña sea Waterloo, no Barcelona, y que los interlocutores sobre Cataluña sean un prófugo de la Justicia y el socialista de turno, llámese Santos Cerdán o Rodríguez Zapatero, con un mediador infiltrado. ¿Dónde están en este escenario Illa, el Parlament y el Gobierno de la Generalitat? El poder real de Cataluña no está en Cataluña, ni lo ejercen con autonomía las instituciones catalanas ni Salvador Illa, sometido al dictado de negociaciones que siempre arrancan por las urgencias parlamentarias de Pedro Sánchez o por la pugna entre Junts y ERC por liderar el nacionalismo, pero no por una valoración de las necesidades de la sociedad catalana. España no se rompe, porque no se dejará romper, pero le están haciendo mucho daño.

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