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TRIBUNA ABIERTA

Falso paradigma

La política nacional deja en evidencia hasta dónde puede llegar el incumplimiento de la palabra dada por ambición

María Dolores Muñoz Fernández

En el siglo VI a.C., el historiador griego Tucídides describía el conocimiento de la Historia como una «adquisición para siempre». Insistía en la necesidad de aprender de los hechos del pasado para no repetir los mismos errores. La Antigua Grecia estableció unos paradigmas a través de los valores humanísticos que servirían de referentes morales para el mundo occidental. Porque eran acordes con la naturaleza humana y contribuían poderosamente a la cohesión social. Entre estos principios estaban la reflexión y la palabra inequívoca como base de la educación política, la presencia indispensable de la honradez, la verdad, la moderación o la búsqueda del bien común. Estos presupuestos se institucionalizaron con el establecimiento de la democracia como sistema de gobierno en el siglo V a.C.

Pero poco más de un siglo más tarde, la democracia ateniense se tambaleaba hasta caer. El orador y maestro de política Isócrates, del siglo IV a.C., advertía del peligro de que la democracia degenerase en demagogia. En esta, los gobernantes, escudados en la representación que les otorgaba el pueblo, moldeaban la forma de gobierno a su conveniencia, en vez de facilitar que el propio pueblo gobernase a través de ellos. Isócrates tuvo una larga vida en la que presenció guerras, rivalidad entre ciudades griegas y el final de la primera democracia de la historia.

En el siglo XXI los acontecimientos globales han tomado derivas peligrosas a una velocidad de vértigo. El sistema se desintegra. Porque nada es eterno. Y menos en política.

En Occidente el paradigma extendido no contiene una ideología 'sensu stricto', sino que los códigos de conducta responden a intereses económicos, repartos de poder y territorios, demagogia y adoctrinamiento de masas, mediante la distorsión del lenguaje y la propaganda. La información falsa es hoy día mucho mayor que la cierta. En nombre del progreso emerge una inquietante involución cultural: sociedades cada vez más irracionales y polarizadas lideradas por individuos prepotentes y egocéntricos.

La situación política nacional, por ejemplo, deja en evidencia hasta dónde puede llegar el incumplimiento de la palabra dada, por ambición de poder. Tenemos políticos gobernantes y asociados, de escrúpulos amorfos, capaces de cualquier cabriola, para seguir en su trono de barro. Defienden una cosa y su contraria, se desdicen o niegan lo dicho ignorando las hemerotecas, que recogen sus numerosas contradicciones. Obvian también que la incoherencia entre palabras y gestos y palabras y hechos, es una falta de respeto a los votantes y va en contra de la convivencia en una razonable armonía.

Las carcajadas diarias y los paseíllos triunfales demuestran que no se toman la política en serio. Pues la perspectiva nacional e internacional es más que alarmante, como para sonreír a las cámaras. Llaman «discreción» al oscurantismo de sus gestiones. Más que nunca necesita Europa un cambio de paradigma, pues su modelo ha permitido la pérdida de los valores humanísticos, la racionalidad, la honradez y la buena voluntad.

Isócrates defendía que la mayor protección contra la tiranía del demagogo era la educación cívica en la dialéctica. Lamentablemente, está claro que los políticos españoles no saben quiénes eran Tucídides o Isócrates. Es más, su ministerio se ha encargado de sacarlos de los planes de enseñanza, con la fatídica Lomloe, que ataca implacablemente el estudio de los clásicos, impidiendo que nuestros jóvenes los conozcan.

Isócrates describió así la caída de la democracia ateniense: «Nuestra democracia se autodestruye porque ha abusado del derecho de igualdad y del derecho de libertad, porque ha enseñado al ciudadano a considerar la impertinencia como un derecho, el no respeto de las leyes como libertad, la imprudencia en las palabras como igualdad, y la anarquía como felicidad». Porque era consciente de que todo en política tiene límites. O debería.

SOBRE EL AUTOR
María Dolores Muñoz Fernández

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