tigres de papel

La camiseta de María Jesús Montero

La política tiene mucho de literario y en demasiadas ocasiones nos exige activar la suspensión voluntaria de la incredulidad

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Samuel Taylor Coleridge nos enseñó que la fe poética requiere de la suspensión voluntaria de la incredulidad. Cuando leemos un libro, o escuchamos un chiste, desactivamos los mecanismos con los que distinguimos la realidad y la ficción y tendemos a considerar que lo que imaginamos, ... vemos o escuchamos es efectivamente cierto. Sólo así podemos adentrarnos en el universo de las nobles mentiras que nos procura la literatura y esta es la vía a través de la cual podemos conmovernos con realidades que, como Madame Bovary o la ballena blanca, nunca han existido.

La política tiene mucho de literario y en demasiadas ocasiones nos exige activar la suspensión voluntaria de la incredulidad. Cuando escuchamos una intervención en el Congreso hay que esforzarse mucho para pensar que el orador que parlamenta cree verdaderamente lo que está diciendo. Es cierto que los aspavientos y la sobredramatización tienden a desafiar nuestra confianza, pero si todavía le prestamos alguna atención a la palabra pública es porque la creemos. O porque decidimos querer creer.

En este juego de espejos deformados, la suspensión voluntaria de la incredulidad nos lleva también a confiar en que nuestros representantes son agentes racionales con ideas propias. Es decir, que un político de un partido es un primate superior capaz de formular juicios autónomos y de evaluar con criterios propios realidades morales o políticas medianamente complejas. A partir del cultivo de determinados principios éticos, el político, como agente moral, tendería a situarse en un lugar del espectro ideológico y acomodaría su militancia a dicha identificación. Si eres socialista militarás en el PSOE y si eres liberal o conservador, el PP sería tu partido. En esta descripción existiría una prioridad no sólo cronológica sino ontológica de las ideas sobre las siglas. Uno no tiene unas ideas por ser del PSOE, sino que son las ideas (insisto, cultivadas en un marco de moderada autonomía racional) las que te acercan a un proyecto u otro.

Ya sé que la realidad es mucho más sucia, que los partidos políticos son redes clientelares en las que la gente se debe favores desde las juventudes y los crímenes compartidos son la argamasa con la que se construyen las alianzas. Pero para los observadores externos, se hace imprescindible seguir creyendo en que hay un gramaje basal de realidad en todo lo que vemos. Por eso fue tan revelador que María Jesús Montero lo reventase todo hace unos días con una sinceridad casi pornográfica cuando le espetó a García-Page que uno tiene que saber qué camiseta lleva. La afable incredulidad del espectador medio ahí se fue al carajo. Después de todos los esfuerzos en seguir creyendo y en suspender, con Coleridge, la incredulidad, resulta que la incomprensible actitud de algunos políticos –y de algunos colegas de profesión– se resume en una simple cuestión de camiseta.

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