tigres de papel
Los absurdos valores del deporte
Alguien puede ser un superdotado aeróbico y, a la vez, un perfecto imbécil
La ley secreta que te atraviesa la boca
El presidente no tiene ningún plan
Todas las sociedades han intentado falsear la antigüedad para satisfacer sus neurosis. Ocurrió en el Renacimiento italiano, en la Revolución Francesa o en la unificación alemana. Incluso la cultura clásica fabuló con un Egipto que nunca existió y Nietzsche, en 'El nacimiento de la ... tragedia', evidenció de qué manera miramos al pasado para reconstruir los intereses propios. Nos enseñó, por encima de todo, a dudar de Grecia.
Los Juegos Olímpicos son un recurso para quienes, con cierta frecuencia, intentan legitimar la especial dignidad del deporte. La interesada conexión que intenta establecerse entre la antigua competición, que tenía una vocación religiosa, social y política, y el espectáculo contemporáneo no es necesariamente espuria. Cuando Protágoras dijo que el hombre es la medida de todas las cosas no sólo aludía al antropocentrismo, sino que nos recordaba el afán humano por medir, ordenar y jerarquizar. El propio Nietzsche, otra vez, llegó a creer que la palabra alemana 'Mensch' venía de 'mensuratio' ya que, a fin de cuentas, somos bichos que miden cosas y que disfrutan rebasando los propios límites.
Sospecho, sin embargo, que la utilidad del deporte es mucho menor de la que algunos pretenden sostener. La práctica deportiva es saludable incluso para el espíritu, pero no puedo concebir que existan algo así como unos valores esencialmente deportivos que requieran una especial consideración moral. El esfuerzo o la superación no son privativos de ninguna disciplina y, si hago memoria, los compañeros del colegio que más rebasaron sus condiciones de partida pasaron más horas en la biblioteca que en el campo de fútbol.
Desconectarlas de la moral es el mejor favor que podemos hacer a las disciplinas deportivas. Hay, de hecho, atletas sublimes que fueron unos impresentables en lo personal. La hipermoralización es una monomanía absurda que nos ha llevado, incluso, a querer convertir a gente con singulares capacidades físicas en ejemplo para los niños, olvidando que alguien puede ser un superdotado aeróbico y, a la vez, un perfecto imbécil.
Este trampantojo moralista permite a los equipos de fútbol llevar publicidad de regímenes totalitarios en el pecho al tiempo que en la manga se clama por un respeto abstracto e incomprensible. Es tan absurdo que no merece la pena ni siquiera lamentarlo. El otro día, por ejemplo, la llama olímpica la portó Zidane, un futbolista sublime que terminó su carrera deportiva dando un cabezazo en el pecho a Materazzi. Lo mejor de todo es que ni siquiera me parece un demérito, como no me lo parecían los excesos de Dennis Rodman o de Paul Gascoigne. El deporte es un entretenimiento formidable, y eso ya es muchísimo, pero tan admirable es saltar con una pértiga como saber alicatar bien un baño.